Sociedad

Acalorados y más

Crece la furia en un ambiente enrarecido por dieciséis meses de contención

Decía Margarita Landi que la clave eran los 33 grados: un calor suficiente para crispar, irritar y extender la tensión. Con menos temperatura, aún rige el autocontrol y con más, a medida que se sobrepasa esa línea, cuando el termómetro se dispara, las fuerzas y la energía merman incluso la ira. La «dama de los sucesos» conocía bien la naturaleza humana y sabía que hasta las circunstancias más cotidianas contienen, en las dosis adecuadas, chispa suficiente para prender la mecha, como la fuerza desmedida con la que escapa un gas retenido durante tiempo. Una imagen que, en este inicio del verano, nos retrata como una sociedad de enfados desencadenados, cubierta por un velo de crispación que amenaza con tamizarlo todo. Aumentan los indicios de furia en un ambiente enrarecido por dieciséis meses de peste y contención que, en su versión más extrema y macabra, cristalizan en la incomprensible muerte de un joven que sale a divertirse un sábado por la noche, pero que también se cuelan en los resquicios intolerantes de protestas dignas que condenan lo infame y que algunos aprovechan para distorsionar y pervertir. El germen de los odios. La retórica de la intolerancia instalada en la doctrina que ve al otro, al que piensa, siente o vive diferente, como a un enemigo, en toda su gama de rencores crecientes y expansivos. Y en medio de este magma, aparece Ruth Ginsburg. Icono de los derechos civiles y fallecida el año pasado (qué terrible 2020, como lamentan en The Good Fight), el legado de la jueza estadounidense se filtra en nuestro debate público con la excusa de unos premios jurídicos en su honor entregados en Madrid, pero con el objetivo profundo de obligarnos a mirar (a remirar) los principios que guiaron siempre a quien situó la igualdad y la justicia social como eje irrenunciable de la convivencia. Y sus famosos «collares disidentes», los que lucía sobre la toga en el tribunal, se convierten en la metáfora perfecta de la reflexión individual frente a la consigna tribal y del ineludible respeto a los valores que sostienen al Estado de derecho como elementos imprescindibles para enfriar esos peligrosos 33 grados que, a lo mejor, son más emocionales que ambientales.