Literatura
Anthony Bourdain
Escuchaba antes de abrir fuego con sus opiniones, a veces injustas, siempre brillantes, informadas, inteligentes
Ayer Anthony Bourdain fue trending topic en Twitter. Los aniversarios me provocan una indiferencia glacial, pero hace algo más de tres años que el escritor y presentador, trotamundos y cocinero genial se dio pasaporte con una soga en un hotel de Alsacia y siento unas ganas irreprimibles de regresar a sus libros y documentales, de meterme una sobredosis de lúcidas exploraciones por las cocinas y las carreteras del mundo. Poco después descubro que el 16 de julio estrenan documental sobre su vida, Roadrunner, dirigido por Morgan Neville. Para celebrarlo, la revista New Yorker publica algunos de los mejores artículos que Bourdain escribió para ellos. Entre otros éste, de 1999, donde el entonces desconocido cocinero de Manhattan debuta escribiendo que «La buena comida, el buen comer, tiene que ver con la sangre y los órganos, la crueldad y la descomposición». Bam. Aquello no era la papilla liofilizada y neutra de tanto coach con aspiraciones. Su escritura combustionaba a mil por hora, tenía estilo, personalidad, criterio, ingenio y sabiduría. A diferencia de los pelmas, convencidos de que para comunicar necesitas una bondad de cartón piedra, Bourdain no escondía sus debilidades. Tampoco aparentaba una ecuanimidad o una paciencia de las que carecía. Podía ser impaciente y arrogante, feroz y abrasivo. Pero sentía un genuino interés por la gente. Escuchaba antes de abrir fuego con sus opiniones, a veces injustas, siempre brillantes, informadas, inteligentes. Estaba convencido de que «Viajar no siempre es bonito. No siempre es cómodo. A veces duele, a veces te rompe por dentro. Pero eso está bien». En otro momento comentó que «tal vez esa sea suficiente iluminación: saber que no hay un lugar de descanso final para la mente, que no hay ningún momento de presunta claridad. Quizás la sabiduría consista en darme cuenta de lo pequeño que soy, y de lo poco inteligente que soy, y de lo lejos que todavía tengo que llegar». Cuando Bourdain murió recuerdo irme a un bar de Manhattan y escribirle un obituario con un negroni, y luego otro, y otro más, junto al teclado. Hoy tengo un vaso de agua, pero el agradecimiento es y será inmenso y la deuda, querido Anthony, sigue siendo impagable.
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