Afganistán

Occidente en delirio

Afganistán requería recursos y soldados, pero requería sobre todo visión a largo plazo y conciencia de quiénes son y dónde están los enemigos

No hay un solo motivo que justifique la deserción norteamericana de Afganistán. No la había cuando Trump firmó su alucinante acuerdo con los talibán, en 2020. Tampoco la hay en el caso de Biden, que se precia de hacer lo contrario que hizo Trump en política exterior… excepto en la cuestión afgana. De hecho, aún más delirante que el acuerdo trumpista fue el anuncio, el pasado mes de abril, de que la retirada de las tropas norteamericanas culminaría el 11 de septiembre de 2021. Aunque sea en el infierno, Bin Laden andará todavía carcajeándose de una decisión que le otorga una victoria póstuma como ni en sus sueños más explosivos habría imaginado. Aquello, como era de esperar, puso en movimiento a los talibán y a sus aliados en la zona y fuera de ella, en particular a rusos y chinos. Las cosas se precipitaron con la alocución del pasado sábado –seguimos en el registro del disparate–, en la que Biden afirmó que la presencia norteamericana era indiferente para la suerte del país y, en vez de atacar a los terroristas islamistas y a sus aliados, se dedicó a criticar a Trump. Fue ese discurso el que precipitó, la misma tarde del sábado, la ofensiva sobre Kabul. Había quedado claro que los norteamericanos no iban ni siquiera a esperar al 11 S para celebrar el aniversario de los 3.000 asesinados de 2001.

La intervención de Biden del sábado marcará para siempre, con la de abril, su Presidencia. Antes, todavía era posible organizar una retirada ordenada y articular formas de apoyo a las fuerzas gubernamentales afganas. Y antes, si Biden y el establishment washingtoniano hubieran querido, también era posible otra estrategia. La situación en Afganistán se mantenía con una fuerza de 3.500 militares. En el último año y medio, el Ejército norteamericano no ha sufrido ni una sola baja. Afganistán requería recursos y soldados, pero requería sobre todo visión a largo plazo y conciencia de quiénes son y dónde están los enemigos.

También habría requerido un mínimo compromiso de los aliados occidentales de la OTAN, más allá del –desquiciado, otra vez– comunicado del viernes. La toma de Kabul y la caída de Afganistán en manos de los talibán significa, como se ha dicho, una derrota de Occidente: derrota autoinfligida, porque nuestros países tienen recursos y Fuerzas Armadas suficientes como para garantizar si no la implantación de una democracia liberal a la europea, sí un régimen que respetara unos mínimos derechos humanos. Ahora bien, conocemos la vigente retórica progresista: promocionar la libertad es un pecado imperialista. Lo que se traduce en abandonar a los afganos a su suerte. A los afganos y a las poblaciones occidentales, porque el conflicto no se cierra allí. En la zona operan más de veinte organizaciones terroristas, entre ellas Al Qaeda, siempre aliada de los talibán. Y en la esfera internacional, no hace falta glosar la victoria que acaban de obtener quienes no se toman en serio a las democracias occidentales. La elites occidentales han enloquecido. En contra de lo que dicen, sin embargo, no es seguro que la opinión pública de sus países haya perdido como ellas el sentido de la realidad.