Cristóbal Colón

La estatua de Colón

La hostilidad de ciudadanos anónimos, y también de algunos dirigentes, permite que Colón sea diana de la intolerancia, vestida de reivindicación histórica

En el público debate podemos detectar la preocupación causada por acciones vandálicas contra monumentos, especialmente los que recuerdan personajes históricos, y entre ellos, ocupando el puesto más señalado, las estatuas de Cristóbal Colón. Del mismo modo que la destrucción de un monumento facilita el olvido, en ocasiones la memoria depende por completo del público homenaje. Calles y plazas perpetúan el nombre de personas menos conocidas, que sobreviven en la conciencia colectiva gracias al gesto de ciudadanos agradecidos, que quisieron impedir que el tiempo borrara su huella.

Nuestro nivel de cultura no puede permitir la destrucción de la memoria colectiva. Las estatuas situadas en lugares públicos, como también el nombre de las calles, incluso de ciudades o países, representan la voluntad de permanencia de ideas y valores. Por diversas razones, la tradición cultural de España peligra en muchos rincones, por instigación de vándalos anónimos, aunque también por la consciente actuación de sus enemigos.

El español más universal de cuantos han sido, el Almirante del Mar Océano, descubridor de un nuevo mundo, era originariamente genovés, lo cual habla de la universalidad de nuestra vocación, así como de la posición relevante que España ocupaba a finales del siglo XV, atrayendo a personas valiosas de todo el orbe. Colón es invocado por muchos. La colectividad italiana de Nueva York celebra su día, recordando el origen del marino nacido en Génova, reclamando protagonismo para italianos que trazaron la ruta (Américo Vespucio), descubrieron territorios (Gaboto), o hijos de italianos que alcanzaron altos puestos en la nueva tierra (Fiorello La Guardia).

Durante siglos, las catedrales de Sevilla y Santo Domingo, Primada de América, proclamaron la autenticidad de los restos de Colón custodiados en sus altares, hasta que el ADN se inclinó por el templo andaluz. Se comprende tanto celo reivindicativo. El Almirante consiguió que el cuarto continente entrara en la historia, y España fuera el primer imperio universal, como dijera Campanella. Hoy su nombre marca el mundo, mediante su huella imborrable. El antiguo Virreinato de Nueva Granada se llama Colombia, como el distrito federal de los Estados Unidos. Hasta 1920, Columbia era el nombre de la dama simbólica de la Unión norteamericana, sucedida en este honor por la Estatua de la Libertad. También lleva el nombre del navegante la moneda de Costa Rica, lo llevan muchas ciudades y el mejor teatro del mundo, situado en Buenos Aires.

Paradójicamente, en ciertos ámbitos el Gran Ligur se ha convertido en epónimo del prócer caído, canalizando enconados sentimientos que afloran en momentos difíciles, cuando el prestigio de la autoridad declina. La hostilidad de ciudadanos anónimos, y también de algunos dirigentes, permite que Colón sea diana de la intolerancia, vestida de reivindicación histórica. Para justificar los desmanes, se apela a conceptos como la ocupación europea, pandemias devastadoras introducidas por colonos, el trato desalmado a los indígenas, el latrocinio de la plata.

La presencia española en América puede ser criticada, pero las estatuas de los descubridores no reivindican los excesos cometidos. Son más bien el testimonio de una apuesta valiente, propia del ímpetu de la España imperial, entonces primera nación del orbe, llamada a pilotar la aventura humana. En todo caso, los errores de la conquista española palidecen ante la severidad puritana de los colonos británicos, que marginaron a la sociedad indígena, como resulta patente sin necesidad de verificar el genoma de las poblaciones.

Las estatuas de Colón y otros próceres pertenecen al pueblo, y reivindican la historia que nos une, proclamando una identidad de la cual no podemos renegar. Los seres humanos no podemos conseguir que los hechos históricos desfavorables no hayan ocurrido, ni siquiera el Todopoderoso puede hacerlo (Suárez, Disputaciones metafísicas, 50, 9-14). Pero sí debemos conocerlos y valorarlos, si es posible asumirlos, en todo caso comprenderlos, si hace falta, censurarlos, y si es de justicia, compensarlos.

Vivimos en la sociedad del progreso, que tiende a realizar los valores en ámbitos inéditos. Pero los monumentos forman parte de nuestro patrimonio, y deben ser preservados por la norma (en España, ley 16-85, artículos 1 y 4) y por las autoridades. Deben protegerse como parte de la identidad colectiva, poseedoras de tanta realidad como la vida del personaje que representan, configurando un paisaje cultural intenso, propio de las naciones más avanzadas.

Álvaro Redondo Hermida, es Fiscal del Tribunal Supremo