Política
La patología nacional
El nosotros, tan difícil de conjugar en las condiciones sociales y políticas a las que hemos llegado, cede ante el yo
No se trata de escribir aquí sobre la Covid-19, una de las pocas cosas que van quedando en España de alcance nacional, al menos en cuanto a sus efectos. Nos referimos a otra enfermedad enraizada en la vida pública española, de etiología y síntomas diferentes, pero igualmente deletérea. Hace ya prácticamente un siglo Ortega y Gasset publicaba una serie de artículos en El Sol (entre el 4 de febrero y el 5 de abril de 1922), con este mismo título “Patología nacional”, en los cuales señalaba los graves trastornos de la vida pública española. Algunos de sus postulados, especialmente la forma en que se exponían, provocarían hoy en gran parte de la población y, sobre todo, en la clase política, hormigueo, picores en las extremidades inferiores, aumento de la sensibilidad al tacto, calambres musculares, cambios cognitivos, disfunciones lingüísticas, …; o sea neuropatía periférica, asociada a episodios de ira, más o menos violentos. Seguramente porque seguirían sin atender a las puntualizaciones que el propio autor hizo a los conceptos de masa, minoría, aristocracia, … etc. Pese a todo, no poco de lo que allí escribía don José, parece de plena actualidad.
Algunas de sus afirmaciones podrían ser matizables desde un contexto histórico diferente al del que fueron escritas, pero la crítica al “igualitarismo”, al “progresismo radical” y al “populismo” son difíciles de rebatir a la vista de los resultados. En el fondo hay algo común a todos ellos, su afán por eludir la realidad, de suplantarla por lo abstractamente tentador mediante un discurso tan simple, como mentalmente cómodo y pueril. Todo antes que buscar el perfeccionamiento social a través del esfuerzo colectivo. Conforme a tales teorías basta con ofrecer una imagen apetecible de la sociedad, haciéndola suficientemente atractiva, sin atender a las posibilidades y dificultades para conseguirla. No importa si la propuesta es realizable o no, según se demuestra cada día. Pero -como señalaba Ortega-, no es suficiente que una cosa se nos antoje deseable, para que sea lo más deseable y, desde luego posible. Ante esto se impone un utopismo condenado al fracaso y a la frustración. La práctica revela que sólo puede ser, lo que debe ser. En esto consistirá la política, entendida como arte de lo posible, de Aristóteles hasta ahora y, en ella, como decía Max Weber “lo que no es posible, es fraude”. Pero el “modelo” defendido por los actuales gobernantes se corresponde más con el espíritu de “lo imposible”, que pretende justificarse en la necesidad de romper con los defectos y limitaciones de la realidad.
Las esperanzas en las soluciones cómodas se adueñan con facilidad de amplios sectores sociales, decididos a partir de ahí a no escuchar ningún otro tipo de propuestas; cerrados a cualquier influencia que exija mayores esfuerzos. Si la realidad se resiste a cambiar hacia los horizontes prometidos se generan dos tipos de efectos: 1) la degradación de los objetivos a conseguir, limitados a “ir tirando”, “llegar a fin de mes”, … y otros similares, en un puro ejercicio de supervivencia, instalándose la mediocridad como referente universal; 2) los culpables de tal dinámica son los otros; siempre y únicamente, los otros.
Esta patología social, agravada por la coyuntura económica negativa, y, en ocasiones, por otros factores desfavorables de carácter extraordinario e imprevisible, como la pandemia que todavía padecemos, acaba trascendiendo del orden material al moral. La decadencia evidente intenta disimularse por cualquier medio, pero la propaganda y los juegos de magia no permiten más que alargar el declive, de forma menos abrupta, hasta cronificarlo. Una especie de círculo vicioso va empequeñeciendo las expectativas de quienes aguardaban un placentero mundo imaginario.
En esta encrucijada sería particularmente útil, y necesaria, una clase política capaz de gestionar la situación de manera eficaz. Pero eso requeriría dar cabida a la excelencia, a la preparación superior, algo reñido esencialmente con la mediocridad imperante. Además llevaría a aceptar que no es posible la existencia social, digna de tal nombre, sin una minoría seleccionada, por mérito y capacidad, para desempeñar la función superior de dirigir la vida pública. Habría que decir adiós al igualitarismo pedestre generador del “populismo”. Algo enormemente difícil en estas circunstancias porque, –como repetiría tantas veces el filósofo madrileño-, cuando la subversión moral de la masa contra la minoría mejor, llega a la política ha recorrido ya todo el cuerpo social.
A partir de ese punto, los problemas políticos dejan de ser los de los ciudadanos, para convertirse en los generados por los propios políticos. El sentido patrimonial del poder y la anomia social permiten a sus detentadores, bajo la forma de una plebeyocracia partitocrática acabar limitando la democracia a la perfecta identificación del dinero con la fuerza política. La patología se agrava cuando la relación entre los partidos se basa en una dialéctica confrontativa orientada, más que a la construcción de alternativas y oportunidades colectivas, a la destrucción del adversario convertido, como antaño, en enemigo. Sin embargo, la enfermedad no se detiene ahí y pronto pasa a un estado más preocupante. La contienda “interpartidista” abre campo a la guerra “intrapartidista”. El nosotros, tan difícil de conjugar en las condiciones sociales y políticas a las que hemos llegado, cede ante el yo. En esas estamos, entre la zozobra de los afines y el contento de los otros. Todo puede empeorar.
Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España
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