La crónica de Julio Valdeón

Qué rayos fue aquello

El cronista escucha hablar a un supuesto socialista, Miguel Ángel González Caballero, que apunta a la bancada de la derecha con dedo acusador. Bah. Fruslerías. El espectáculo caliente y todavía presente fue la actuación, el día anterior, de un Odón Elorza con la fastuosa capacidad para condensar en su breve discurso todos las corrosiones que asolan la política contemporánea. La cuestión no es ya si éste y otros bolsonaros creen en sus embustes, si se toman en serio sus propios gargajos, sino si la audiencia traga con semejantes exhibiciones de brutalidad y mezquindad. Temo que sí. Después de Elorza lo de hoy parecía peccata minuta.

Pero atención: en los discursos de gente como Isidro Martínez Oblanca, de Foro Asturias, o Néstor Rego Candamil, secretario general de la Unión do Povo Galego, miembro del BNG, aflora otro problema español. El cainismo de un Elorza trumpiano, por supuesto, y luego la política Lilliput, lilliputiense y tribal de los que suben a la tribuna para imitar a los grandes comisionistas xenófobos, de PNV a ERC, y exigir lo suyo, su senda flanqueada por muros supremacistas, con una voracidad que está en su intenciones últimas más allá de la hojarasca retórica. Si la nación, para ellos, es un conglomerado mágico y mítico al que superponen las necesarias diferencias para reclamarse especiales, el objetivo último de los poemas épicos con los que dejan perdido el Hemiciclo no es otro que colocar a sus vástagos, repartir fondos y asegurar por varias generaciones la recepción de un dinero común abandonado a un combate de hienas. Las invocaciones sentimentales y las apelaciones al pueblo, en esta gente, van siempre asociadas a una labor de zapa del patrimonio compartido. Su odio al Estado y a sus vecinos no les impide tener clarísimo que más allá de los coros y danzas, la pompa y el folklore anida una voluntad muy decidida por acuartelarse en la aldea mientras acuden a Madrid con voluntad parasitaria.

Acierta el señor Rego al denunciar las políticas estatales respecto a unos trenes de cercanías inexistentes, sobre todo si comparamos con las fastuosas inversiones que reciben las comunidades abonadas a un golpismo voluble y versátil. Todo lo estropea cuando celebra la llegada del AVE, treinta años después de que un ministro socialista lo anunciara, para a continuación sostener que a los gallegos no les importa tanto acortar el viaje a Madrid en una hora como disfrutar de mejores comunicaciones entre sus núcleos locales. La mejora de las infraestructuras que comunican Galicia y la capital de España sería incompatible con los cercanías o, mucho peor, Galicia, los nacionalistas gallegos, parecen querer potenciar el aislamiento de su comunidad autónoma. El ideal último en una España interconectada y una Europa acoplada a Bruselas y que mira por disolver trabas sería la celebración y salvaguarda de lo muy pequeño, los ecos del terruño, las fronteras portátiles, los espacios acotados con alambre de espinos y los delirios de unos políticos municipales que confunden el mundo con el mapa de su escalera.

El señor del BNG reclamó que «este gobierno que se dice progresista empiece a tratar con justicia a Galicia»; pidió un «grupo galego que condicione de forma permanente con sus votos [al gobierno]»; sentenció que «cada vez son más los galegos y galegas que saben que Galicia está si está el BNG».

Abruma la confusión española entre lo que sea «progresista» («alguien de ideas o actitudes avanzadas», según la RAE, signifique lo que signifique «avanzadas») y el afán por condicionar al gobierno nacional para lograr las mejoras materiales de unos cuantos, los míos, sean quienes sean. La sumisión del bien común a los intereses particulares alimenta la decadencia de un país cuyos sindicatos, ayer mismo CC.OO, toman postura por un modelo lingüístico en Cataluña que no sólo violenta la Constitución, las sentencias de los tribunales y hasta el sentido común, y desde luego la normalidad democrática, sino que de paso, sobre todo, ignora las necesidades de los más desfavorecidos, obligados a aceptar un modelo educativo con evidentes elementos de limpieza cultural. Estas políticas de normalización lingüística no son sino balizas en pos de la discriminación socioeconómica y contra la igualdad, al tiempo que lesionan de forma evidente los derechos de los niños. Qué desgracia de izquierda. Suponiendo que todavía alguien sepa qué fue aquello y qué rayos defendía.