Pedro Sánchez

El principito feliz

El cogobierno es la demostración de lo que es el estado descompuesto de la materia política

En la cuestión de Ucrania, el gobierno se embaló en una gesticulación militantemente pro OTAN y pro Estados Unidos en la grotesca escalada de fanfarronería emprendida por los occidentales frente a Rusia. Ha tropezado con el podemismo y su revigorizado Pablo Iglesias a la cabeza, embalados con los mismos eslóganes que el PSOE machaca y vocifera cuando cree que le convienen. En la micro contrarreforma laboral, Sánchez y sus fieles socialistas se han visto obligados a cumplir las exigencias de Bruselas, de cuyos fondos depende la legislatura, ya que no su supervivencia política. Pues bien, ahí están los podemitas que, como era de esperar, no se conforman con unos «consensos» conseguidos a base de mariscadas y coches oficiales con chófer y jefe de gabinete. En la llamada Ley de Vivienda, los socialistas gubernamentales han tenido que aceptar el diktat podemita, mientras la Universidad ha quedado hipotecada por el legado estatalista de un libertario comunista que tuvo que abandonar su cartera por la presión de las propias universidades. Nadie sabe muy bien en qué ha acabado, si es que ha acabado, la Ley Trans, pero es de suponer que la opinión ha zanjado el asunto: las ministras podemitas de Igualdad y Derechos Sociales acabarán imponiendo la lucha de clases de géneros y sexos que tanto les entretiene. Sánchez, sin embargo, lo da todo por bueno.

Tras la crisis del Covid, Sánchez tuvo que librarse de los ministros y ministras más antipáticos y parece haber silenciado a algunos particularmente impopulares, como el de Interior, con su permanente cesión al nacionalismo vasco. La maniobra no ha salido muy rentable. Como los sustitutos, salvo el ministro de Asuntos Exteriores, no parecen tener una acusada personalidad, Sánchez ha quedado aún más desprotegido. La campaña de reafirmación socialdemócrata, por otro lado, tampoco parece haber tenido grandes resultados, habiendo empezado, como empezó, con el nuevo ministro de Economía alemán recordándole en público algunos principios económicos básicos que Sánchez finge desconocer, o, más probablemente, desconoce. Tampoco esto parece importarle mucho.

De la antigua Monarquía española se decía que era un Estado compuesto. Del actual cogobierno se podría decir, en cambio, que es la viva demostración de lo que es el estado descompuesto de la materia política. Detrás de las muecas y los gestos siembre sobreactuados de Sánchez se adivina alguna pretensión maquiavélica. Quienes así lo planearon, y el propio Sánchez, se olvidan de que Maquiavelo preconizaba su nueva política para establecer un Estado fuerte y respetado. El Príncipe, es decir el Estado, resulta detestable en sus prácticas, pero al menos tiene como objetivo consolidar una fórmula política estable. En el caso de Sánchez, encontramos los vicios maquiavélicos, con la corrupción generalizada de los cuerpos de gobierno y de la propia sociedad, pero destinados a una labor de zapa en contra de la estructura misma que lo sostiene. Y además esa labor autodestructiva va acompañada de una perfecta buena conciencia, algo absolutamente ajeno a Maquiavelo y a su príncipe. Es la diferencia entre los maquiavelos postmodernos y los clásicos. En realidad, Sánchez es el hombre más contento, el principito más feliz del universo mundo. Y los problemas de gobierno, los enfrentamientos con sus amigos, no digamos ya la descomposición del Estado, son la última de sus preocupaciones, si es que tiene alguna.