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Francia

La república sin pueblo

La realidad de un pueblo excluido de la República no dice nada bueno sobre el porvenir de Francia ni sobre lo que le espera a Emmanuel Macron

Nada contribuyó a realzar la celebración de la victoria electoral de Macron: ni el extraño desfile familiar con un desdibujado himno europeísta de fondo, ni la Marsellesa cantada a destiempo y mal, ni los asistentes, que parecían clones brotados del inmaculado e incorpóreo imaginario macronita, ni tampoco el discurso que exponía los problemas a los que se enfrenta el recién reelegido presidente, no tanto los del país. A pesar de haber obtenido un éxito brillante después de cinco años difíciles, Macron, hombre inteligente, supo poner en escena la preocupación con la que afronta su nuevo «quinquenato». Desde 2017, la mayoría presidencial ha retrocedido en dos millones de votos, mientras que el respaldo a Marine Le Pen ha aumentado en 2,6 millones. Reforzado en su papel de líder europeo, y reforzada la Unión tras la pandemia y la invasión de Ucrania, no está tan claro que haya salido igual en casa. Y la forma en la que ha sido derrotada Marine Le Pen, que ha encarnado mejor de lo previsto su papel de representante del «pueblo» aunque sin saber cómo plasmar esa realidad en un programa y en una actitud viables y creíbles, tampoco debe de proporcionar gran seguridad al presidente reelegido. Tal vez habría sido mejor un partido que un movimiento que siga recogiendo a todos los que se sienten marginados. El problema volverá a presentarse, agudizado, después de las legislativas, cuando, previsiblemente, se vuelva a la situación clásica de la invisibilidad política del 40% de la población, agravada por la ausencia de una oposición representativa. Si los partidos son la sangre de una democracia, Macron, que acabó con los tradicionales, se puede ver al frente de un organismo esclerotizado.

Sociológicamente, el respaldo a Macron no responde del todo a lo que quiso representar. Su pronunciado giro verde de las últimas dos semanas le ha hecho ganar votos juveniles, pero eso no hace más que subrayar que sus apoyos se sitúan entre los muy jóvenes y los mayores jubilados, aparte de los funcionarios. Es un bloque conservador consistente y de gran futuro, aunque no parece muy proclive a apoyar las reformas de las que Macron fue el abanderado y que iban a ser protagonizados por los franceses que trabajan, que son, justamente, los que han votado a su rival. Demostrará su «grandeur» si consigue encabezar un cambio liberal razonable y generoso con todos. De otro modo, quedará como un epígono, el que cierra la puerta sobre una situación acabada, más que como el renovador que quiso ser.

Si los votantes de Le Pen (y algunos de Mélenchon) conocen bien a los del presidente, muchos de los votantes de Macron ignoran soberanamente a los primeros –tan contaminantes–, sus condiciones de vida –aún más desagradables– y sus deseos, casi incalificablemente deplorables. Viven en un mundo casi perfecto, o sin casi, al que los otros, cada vez más numerosos, saben que no podrán acceder. Marine Le Pen y Zemmour se han equivocado al profundizar la división, en particular con las turbias soflamas anti inmigración y anti islam. Aquí está una de las claves de su derrota. Aun así, la realidad de un pueblo excluido de la República, de su representación y de la escena política, como si no existiera, no dice nada bueno sobre el porvenir de Francia ni sobre lo que le espera a Emmanuel Macron.

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