Países Bajos

Hacer el canelo, como política climática

A los campesinos holandeses ya sólo les queda incendiar el país

Dice una conseja árabe, terrible, que no hay fecha que no llegue ni plazo que no se cumpla, que es de exacta aplicación a lo que les ha sucedido a los agricultores holandeses, que estos últimos días andan sacando los tractores a las carreteras y tratan de cortar, con poco éxito, las cadenas de distribución de los supermercados. El caso es que ha finalizado uno de los plazos de la «Agenda 2030», que establecía una moratoria en la prohibición de usar el estiércol para abonar los campos, por eso del nitrógeno y los amoníacos, además de otras restricciones a la cría de vacuno intensivo, lo que los aboca a la ruina. El asunto es que estaba todo escrito y legislado, pero parece que les ha cogido de sopetón, sin duda, porque a la sociedad civil de los Países Bajos, urbanita y muy feligresa de lo verde, a esos problemas se les da una higa. Total, en cuanto se jubilan o, incluso, antes, los holandeses que pueden se largan del país y se compran una casa en España o en las campiñas perdidas de Francia.

El gobierno de Rutte, que no gana para disgustos, trata de llegar a un acuerdo con sus campesinos por el método usual en esta Unión Europea: pagar con los impuestos de todos el cese de la producción, que se encargarán los marroquíes o los ucranianos de abastecernos barato, como se hizo con los chinos en el campo de la industria. A los agricultores, condenados al ocio forzoso de un minero asturiano, les queda incendiar el país y que se vacíen los estantes del súper, lo que viene a ser una socialización de lo verde, pero tan sólo conseguirán posponer el final, porque el problema de fondo es otro. Porque las decisiones políticas, más cuando se basan en creencias extendidas y, por lo tanto, incontrovertibles, no son inocuas y, en Europa, la lucha contra el calentamiento global se ha convertido en un hecho religioso que ríete tú de la inquisición si disientes. No es cuestión de hurgar en la herida –viene una ola de calor y estamos con las reservas de agua como en la gran sequía del 95, por debajo del 42 por ciento–, pero hay que dar gracias a que nos rige un gobierno puerilmente incoherente, que en un momento de exaltación progresista decretó la «emergencia climática» para acabar subvencionando los hidrocarburos. Pero en los Países Bajos no tienen tanta suerte, y Rutte está dispuesto a llegar hasta el final. Y el final, recuerden el dicho árabe, llegará en su plazo cuando se prohíban los vehículos de combustión interna y el «largo me lo fiais» se convierta en crujir de dientes.

Con todo, lo peor no es que tengamos unos políticos dispuestos a cepillarse el sistema de producción sin haber resuelto el problema del abastecimiento energético, modelo de la guagua atestada cubana o de los camiones con remolque para el personal de Nicaragua, sino esa sensación de estar haciendo el canelo mientras los demás se lo pasan de cine. Porque, a ver, el conjunto de la Unión Europea emite el 9,7 de todo el dióxido de carbono del mundo, pero se ha comprometido en una cruzada como si todo dependiera de nosotros y no de los chinos, los indios y los norteamericanos, que no parecen muy dispuestos a cargarse su agricultura o sus industrias. Pero hay poco que hacer. Así que viene otra ola de calor, que es verano y, además, el anticiclón de la Azores está en plan díscolo. Pero como no sabemos cómo funciona el clima, pues, eso, será cosa del calentamiento.