Fiscalía General del Estado

¿Y por qué no volatilizamos la Fiscalía General?

Absolutamente imprescindible resulta igualmente prescribir la obligatoriedad de no haber ocupado cargo político alguno jamás.

Hay que ser un autócrata más chulo que un ocho para responder a un periodista con una pregunta. El locutor de Radio Nacional osó actuar deontológicamente con nuestro macarrilla presidente al abordar la situación del golpista Puigdemont, al que la quintacolumnista Soraya permitió huir de España para evitar líos mayores. La respuesta-pregunta del malencarado Sánchez no se hizo esperar: «¿De quién depende la Fiscalía, de quién?», espetó fuera de sí el obseso del Falcon. El trabajador de RNE, asustado, tanto que no sé si se hizo popó encima, aclaró balbuceando: «Del Gobierno». «Pues eso», apostilló cuasisádicamente su interlocutor.

Lo de Sánchez es la hipérbole de una ya inveterada costumbre gubernamental de emplear al fiscal general cual matoncete de barrio para sus más espurios intereses. Todo comenzó en 1985 con el asesinato de Montesquieu decretado por un Alfonso Guerra que, al igual que su jefe y enemigo Felipe González, contemplaban cómo la judicatura y la Fiscalía prácticamente en pleno decían nones al diktat que les llegaba desde un Consejo de Ministros al que avalaban 202 escaños, lo nunca visto. Lo primero fue aprobar la Ley Orgánica del Poder Judicial que supuso inutilizar el mandato constitucional que obliga a que 12 de los 20 miembros del Consejo sean elegidos por los propios magistrados. Lo segundo digitar a mi paisano Moscoso del Prado fiscal general al poco de haber dejado el Ministerio de la Presidencia del Ejecutivo felipista. Hijo de la carrera, excelente fiscal él, antiguo ucedista, Moscoso era Cristiano, Messi, Maradona y Pelé juntos al lado de Dolores Delgado o su sucesor, Álvaro García Ortiz. De entonces a esta parte el ministerio público ha operado cual marioneta del poder para perseguir a la oposición –Ayuso es el caso paradigmático– o para relativizar las mangancias o los crímenes del Gobierno y sus socios –Podemos y ETA son los diabólicos símbolos–. Claro que también se emplea para aminorar exponencialmente penas como en el caso de los ERE de Andalucía: ¿cómo se come, si no, el hecho de que Chaves se haya librado de la cárcel con una dulce condena por prevaricación y a Griñán sólo le hayan metido seis cuando está probada una malversación de 690 kilazos? Sensu contrario: ¿cómo se entiende que a Francisco Correa le hayan calzado 51 años y a Bárcenas 29 por el trinque de 30 millones? ¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso. La Comisión Europea acaba de enviar un aviso a un navegante llamado España para garantizar la autonomía del acusador. Tarea harto complicada teniendo en cuenta que, según el artículo 124 de la Carta Magna, el nombramiento lo hace el Rey «a propuesta del Gobierno».

Habría que reformar, pues, la ley de leyes. Como quiera que eso se antoja imposible, hacen falta tres quintos del Parlamento, sería cuestión de optar por el mal menor que supone retocar el Estatuto para que el mandato del fiscal general exceda en el tiempo los cuatro años del Ejecutivo. Absolutamente imprescindible resulta igualmente prescribir la obligatoriedad de no haber ocupado cargo político alguno jamás. El fiscal no sólo ha de ser imparcial sino que ha de parecerlo. Álvaro García Ortiz, el heredero de Dolores Delgado, dista de alcanzar esa condición: con un par, participó en un acto del PSOE. Y tampoco estaría de más meterles responsabilidad penal en el ejercicio de sus actuaciones: ¿sabían que un fiscal no puede incurrir nunca en un delito de prevaricación? Sea como fuere, yo iría a por todas, bien cargándome la figura del fiscal general, en Italia no existe, bien garantizando que sea elegida por sus compañeros. Ya está bien de tanto mangoneo.