Animales

Los perros muertos

En realidad, existir es ir perdiendo cosas, y a esto le llamamos sobrevivir: a tu padre, a tu madre, a tus perros, ojalá que nunca a tus hijos, ni a tus nietos

Anda el Gobierno a vueltas con la Ley de Bienestar Animal por la que se estipula cuántas veces tienes que sacar al perro, pero no cuantas veces has de visitar al abuelo. En estas, se ha muerto la perra Gilda, la vieja labradora de la abuela Susana. Por la mala suerte, a la dueña le ha cogido trabajando en sabe Dios qué montañas del Líbano, así que cuando la perra empeoró, me subí a la furgoneta camino de Madrid a despedirla. Se fue al poco tiempo, casi de camino al veterinario, y yo por el Coll de L’Illa, tomando las curvas con la violencia y la lejanía que solo concede la tristeza. En la alegría, todo queda cerca pero en la melancolía, todo es tan lejano: la sierra de Madrid, la casa de la cuidadora, la perra muerta en la mesa del veterinario. También los tiempos de juegos cuando era una cachorra, la Navidad en que se comió una bandeja de pasteles –¡menuda bronca le echamos!–, los juegos y la manera de saltar cuando llegábamos a su casa, el brío que con los años se fue haciéndose más tenue hasta apagarse ahora para siempre, los encuentros con los bebés que iban llegando a la familia, las fotos entre niños y papeles de los regalos de las mañanas de Reyes. Nueve nietos le presentamos y a ninguno hizo llorar.

A las niñas les hemos explicado que los perros y los caballos, cuando se mueren, se llevan una parte del corazón de uno y nos dejan una parte del suyo, por eso uno con los años es cada vez más perro y más caballo. También les sucede a los reporteros como papá con la gente con las que se ceba la desgracia y se le va quedando el corazón entre los escombros, los barcos hundidos, las puertas de urgencias de los hospitales y las ventanas tiroteadas, y ahora hay días en los que se mira dentro y no se reconoce. Esto se lo contaré más adelante.

Escuchamos romperse el corazón de Macarena como cuando se rompe un plato. Después gimió durante una buena media hora y derramaba sobre la almohada unas lágrimas de gigante, cálidas, pesadas y enormes. Cuando uno tiene perro queda desposado con la ausencia. En realidad, existir es ir perdiendo cosas, y a esto le llamamos sobrevivir: a tu padre, a tu madre, a tus perros, ojalá que nunca a tus hijos, ni a tus nietos. Los perros se tienen que morir porque no están hechos para perdernos y si esto sucede, se quedan aullando a la vera de las tumbas, atrapados en la esperanza de que regresemos.

Cuando llegan los perros a casa, sabemos de antemano que algún día se irán. Por eso, cuando a Paloma se le pregunta por qué está triste, rebusca en su desdicha y responde que echa de menos a Sua, su labradora que murió hace dos años (ella tenía tres). Los niños aprenden que los perros de uno se van muriendo y significan el paso inexorable del tiempo y de las cosas que se nos van desprendiendo. Por momentos he creído que tenía más años o menos de los que tenía y soy incapaz de hacer un relato coherente del tiempo que he vivido, pero conozco la secuencia perfecta de mis perros y mis caballos.

Hemos cabalgado, hemos volado por encima de saltos imposibles, nos hemos jugado la vida, hemos cazado juntos, nos hemos cansado, nos hemos herido, hemos vivido y ellos han muerto. Llegará mi hora, pero aún no. Lo he querido en un amor tradicional por los animales en el que –disculpen– nosotros somos los humanos y ellos, animales. Pues existe una manera de querer a los animales sin confundirlos con tus hijos. Decir como se ha dicho que si atropellan a tu perro duele como si atropellaran a tu hija, Dios mío, ¿qué barbarie es esa?