Vox

Política amorosa

Este es el argumento clásico de la izquierda: como no hay realmente libertad, el Estado tiene que intervenir y bloquear las decisiones de la gente

Mi admirada Rebeca Argudo tuiteó: «Acaban de decir en el Congreso: “lo que hace grande a la política es el amor”. ¿Soy la única que lo último que espera (y desea) de los políticos (y de la política) es amor?». Señalaba el peligro de que el poder utilice el cariño para avalar sus incursiones contra nuestros derechos.

Pensé que semejante frase sólo podría provenir de un político de la izquierda, que representa el «desparrame sentimental», como lo llama Santi González, o el «sentimentalismo tóxico», en expresión de Theodore Dalrymple.

Pero era María Ruiz, portavoz de Vox en la Comisión de Trabajo, Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, en el debate de la proposición de ley del PSOE para prohibir el proxenetismo.

Analizando el resto de las manifestaciones de la señora Ruiz, comprobé que reflejan adecuadamente lo que es Vox, porque combinaban aciertos liberales con errores intervencionistas. Por ejemplo, estas palabras son impecables: «la prostitución es un mal… pero nosotros no estamos aquí para ser la conciencia de los ciudadanos, ni para determinar qué deben pensar, o cómo deben vivir».

Y, sin embargo, en el mismo discurso, doña María compró el marco mental socialista, diciendo: «estamos convencidos de que en el fondo nadie quiere prostituirse, de que la prostitución no es algo que se elija libremente, en la inmensa mayoría de los casos, de que cuando hay otra elección, otra alternativa, y por tanto libertad para decidir, no es ese, el camino que se elige». Este es el argumento clásico de la izquierda: como no hay realmente libertad, el Estado tiene que intervenir y bloquear las decisiones de la gente. Pero lo que sucede es que la falta de libertad en la prostitución no es evidente «en la inmensa mayoría de los casos»: parece que las personas que la ejercen sí tienen alternativas, empezando por el servicio doméstico.

Acertó la señora Ruiz al denunciar la hipocresía de los socialistas, algunos de cuyos líderes acuden a burdeles y desamparan a menores, y que pretenden abolir la prostitución por ley, como si tal cosa fuera factible. Pero erró al apuntar a la inmigración como causa, y en el buenismo de que la política tiene que «ofrecer alternativas», en vez de dedicarse a quitar trabas a la creación de empleo y oportunidades, y a impedir que se violen los derechos de las personas.