Internacional

Humanidad con fronteras

Nos duelen los de más cerca; eso es humano. Pero no le parece que lo sea otorgar cualidad de segunda especie o congéneres de segunda a los que nos pillan lejos geográfica o culturalmente

Araceli escucha horrorizada la matanza en un colegio de Tailandia. El asesino, alguien a quien acababan de echar de la policía por consumir drogas, fue a buscar a su hijo, o al menos puso esa excusa, y cuando le dijeron que no estaba empezó a disparar y acuchillar a cuidadores, profesores, niños, a todo ser vivo que había alrededor, como en una sesión aumentada de la sangrienta secuencia del guateque de la película Parásitos, hasta acabar con la vida de más de una treintena, la mayoría críos de dos o tres años. Luego fue a su casa, mató a su mujer y a sus dos hijos y se suicidó. Araceli casi puede percibir el dolor de esa escena atroz que permanece aún en su ánimo afligido cuando la locutora pasa a otro asunto. Ella se ha quedado enganchada en esa escuela. Se dice a sí misma que va a intentar no verlo cuando encienda la tele y salgan las noticias. La estela de la tragedia le deja una sensación palpable, como aceitosa e incómoda, de profunda injusticia. Y no es por la acción bestial del ciudadano enloquecido y borracho de sangre, no; es por la relevancia que se le concede a la información. Le pasó lo mismo hace unos días cuando vio en la tele –que también se le quedó en la retina– la gente corriendo en ese estadio de Indonesia donde murieron más de 130 personas por la torpísima gestión policial de un enfrentamiento en la grada. Decían también que porque en el Estadio había demasiada gente.

Supone Araceli que si eso mismo, lo del estadio y lo de la guardería, hubiera sucedido en Estados Unidos o algún país europeo, no habría sido una noticia más de la cola de sucesos de los telediarios, sino el asunto primero y principal de referencia, análisis y pertinaz seguimiento y atención. No es justo, y así lo ve. Es como si desde la atalaya en que contemplamos el mundo, que son los medios de comunicación, que son las redes, que son las plataformas, se estableciera de forma no escrita pero explícita que los sucesos que ocurren más allá de los límites de nuestra civilización occidental y, por tanto, las personas que los protagonizan, formaran parte de una segunda fila de seres de atención, en un escalón inferior de nuestras preocupaciones y hasta nuestra solidaridad inmediata. Con lo de los rusos en Ucrania sucede lo mismo. Cierto es que la guerra se libra en Europa, tan en nuestras fronteras que casi podemos escuchar el estrépito de la muerte y el fuego que la provoca, pero no puede Araceli dejar de pensar que esa misma devastación, ese dolor en los ojos de los niños es el mismo si son azules que marrones, si el pelo es rubio o son blancos que si tienen rizos negros y su piel es oscura. Aquí apenas nos llegó el eco de lo que los rusos hicieron en Siria, apenas noticias de un Alepo destruido y, eso sí, la riada de exiliados que llegaron a nuestras fronteras tras un penosísimo viaje y haberlo perdido todo. Se las cerramos, lo que no hemos hecho con los que tenemos más cerca.

Y se detiene Araceli en el ingenuo pensamiento de que en realidad son todos iguales. Todos. Nos duelen los de más cerca, los que son como nosotros; eso es humano. Pero no le parece que lo sea otorgar cualidad de segunda especie o congéneres de segunda a los que nos pillan lejos geográfica o culturalmente. Los niños muertos en Tailandia provocan en sus madres el mismo dolor que ella sentiría si alguno de los suyos se le fuera así. La muerte, la soledad, el abandono de niños y adolescentes, el llanto interminable de hombres adultos despojados de presente y futuro, muertos en vida, la tragedia de los que iban a disfrutar y terminan perdiendo la vida, debiera despertar la misma empatía sea cual sea su ubicación en el planeta o su raíz cultural, o su raza.

Es curioso como en un mundo global sin fronteras de información ni comunicación, mantenemos aún cerrada esa puerta, sutil, pero perceptible, a otros seres que viven lejos, comen otras cosas, bailan distinto y rezan a otro dios. Uno de los niños que ha muerto en Tailandia jugaría con el hijo pequeño de Araceli sin parapeto cultural y sin distancia. Hoy su muerte ocupa el mismo espacio que la crisis de gobierno o menos que una declaración política banal.

Quizá los medios tengan la culpa, quizá debieran ser ellos los primeros en romper esa barrera, en salvar la distancia de seguridad que el llamado primer mundo guarda sobre el otro cuando no se trata de negocios o política. Pero también cree que si eso es lo que se ofrece al público es porque no hay, o no parece haber, reclamación de cercanía, disposición a empatizar con los dramas y el dolor de aquellos a quienes solo vemos en la tele o cuando vamos de turismo o a lavarnos la culpa ayudándoles a sobrevivir.