Javier Sierra

En defensa de la ocultura

Carnarvon se había echado al bolsillo algunos recuerdos de la tumba y quizá el miedo y el remordimiento lo corroyeron

Ayer se clausuró en Zaragoza el quinto Encuentro Internacional de Ocultura, un intenso fin de semana de conferencias, talleres y proyecciones que en esta ocasión ha estado dedicado al centenario del descubrimiento de la tumba de Tutankamón.

Ocultura es un neologismo curioso. Nacido con este siglo, fue Christopher Patridge, profesor de religiones contemporáneas del University College de Chester, quien lo acuñó para referirse al necesario «reencantamiento de la cultura popular moderna» con los temas espirituales. En realidad, el término ya se usaba en la España de los años ochenta –aunque con uso residual– en ambientes vinculados al esoterismo como las tertulias de la sala Abraxas de Barcelona. La razón era obvia: ocultura es un término que se explica a sí mismo, «la cultura de lo oculto». Y es que, en efecto, todo acto cultural, y por tanto humano, esconde siempre aspectos subterráneos, secretos, incluso esotéricos, que rara vez salen a la luz.

Sin embargo, tanto el profesor Patridge como aquellos preclaros contertulios del barrio de Les Corts, se quedaron cortos en su apreciación del vocablo. Tendría que llegar Gary Lachman –bajista del grupo de rock alternativo Blondie, y también notable ensayista y biógrafo– para que se asociara la ocultura con toda corriente de pensamiento heterodoxo o alternativo que hubiese influido en política, religión, movimientos sociales o expresiones artísticas. De hecho, fue en 2017 cuando decidí que había llegado el momento de reivindicar ese concepto en nuestro país, y aquel mismo año convoqué el primer Encuentro de Ocultura en León, con Lachman como cabeza de cartel, y lancé una colección de libros bajo esa etiqueta, que aún sigue viva en los catálogos de editorial Luciérnaga.

Ayer, al cerrar la quinta edición de esta cita, recordé en el Auditorio de Zaragoza uno de los elementos «oculturales» que rodearon el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, y que sirve para explicar este neologismo a la perfección. Pocos saben que Lord Carnarvon, el conde que financió las excavaciones de Howard Carter en el Valle de los Reyes y cuya muerte en abril de 1923 dio pábulo a la leyenda de la «maldición de los faraones», fue un apasionado adepto del espiritismo y las lecturas esotéricas. Además de ser miembro de la London Spiritual Alliance, organización teosófica que llegó a presidir sir Arthur Conan Doyle, a este caballero le encantaba organizar sesiones mediúmnicas en su casa. Su hijo llegó incluso a contar que ese interés por los espíritus se aguzó durante la Primera Guerra Mundial, y reveló que en 1919 sus séances concitaron también la atención de Howard Carter. El que llegaría a ser el arqueólogo más famoso del mundo, el hombre que encontró a Tutankamón, fue testigo de cómo uno de los invitados del conde, un afamado fotógrafo de Portsmouth llamado Louis Steele, recitó un «encantamiento» que provocó un trance a otra de sus invitadas… ¡que terminó hablándoles en copto! Tan intensos fueron esos cenáculos que incluso lady Evelyn, hija de Lord Carnarvon y más tarde una de las primeras personas que entró en la tumba del «faraón niño», tuvo que pasar después quince días de reposo en un hospital, profundamente conmovida por lo que sucedía en el salón de su casa.

Naturalmente, lord Carnarvon no fue la única celebridad en caer en ese ambiente. El rey Eduardo VII de Inglaterra flirteaba con «Cheiro», adivino y quiromante de fama mundial que llegó predecirle la fecha exacta de su coronación. Cheiro –o para ser más precisos, Louis le Warner Hamon– anunció también a Humberto I de Italia su muerte, e incluso se acercó a personalidades como Ernest Shackleton, explorador de la Antártida, Mark Twain, Oscar Wilde o la mismísima Mata Hari, con vaticinios igualmente desconcertantes. Todos compartían anécdotas con aquella especie de Nostradamus moderno, y lord Carnarvon no fue ajeno a ellas.

De hecho, poco antes del descubrimiento de la tumba KV62 que lo haría famoso, Cheiro se puso en contacto con él para advertirle de algo. El quiromante le aseguró que había recibido para el conde, mediante escritura automática, un mensaje de Maketatón, una de las supuestas hijas del faraón Akenatón. Carnarvon no se extrañó. Los amigos de Cheiro sabían que el vidente tenía en su despacho una mano de momia de aquella princesa, así que prestó atención a lo que el «más allá» tenía que decirle. No se conocen los detalles de lo que hablaron. Tan solo que, al parecer, a Maketatón le preocupaban los trabajos que el lord estaba financiando en Egipto. Por eso le advirtió de que, si finalmente descubría la tumba de Tutankamón, debía cuidarse de robar ninguna reliquia de allí bajo peligro de una muerte terrible.

En realidad, poco importa ahora si aquello fue un alucine de Cheiro. Lo que cuenta es que cuando Lord Carnarvon murió en 1923, menos de cinco meses después de haber pisado el sepulcro descubierto por Carter, sin duda tuvo en la cabeza aquel encuentro. Carnarvon se había echado al bolsillo algunos recuerdos de la tumba y quizá el miedo y el remordimiento lo corroyeron. Pues bien: eso es ocultura. Descubrir la influencia de lo oculto –a veces, solo lo secreto, no necesariamente lo ocultista– en la Historia y en los destinos de quienes la construyen.

Y eso es lo que me esfuerzo por reivindicar cuando me asomo a estos hechos del pasado y reclamo una aproximación seria a este concepto. Y es que lo que creemos modifica severamente lo que hacemos.

Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.