Animales

Que te hagan un «Moby-Dick» siempre es molesto

Las leyes prohíben molestar a los cetáceos. Y el caso es que un día se ahogará alguien

El uno de noviembre, el velero francés «Smousse», de doce metros de eslora y con cuatro tripulantes a bordo, navegaba al largo de Viana do Castelo, a 12 millas de la costa y con una sonda superior a los 180 metros. Procedía de La Coruña con rumbo a Lisboa. Mar en calma, buena visibilidad y vientos portantes prometían una buena singladura. De pronto, un grupo de orcas se acercó al barco y comenzaron a lo que en lenguaje científico se llama «interactuar», pero que terminó como Moby-Dick y el «Essex» en 1820, con una vía de agua en el casco. Dio tiempo a llamar a Salvamento Marítimo y, gracias a la Providencia, se procedió el rescate de los tripulantes por parte de otro velero que andaba cerca y atendió el «medé, medé». No era el primer barco que hundían las orcas en aguas de Portugal. El 31 de julio, fue otro velero, este portugués, con cinco miembros de una misma familia, frente a Sines y a 6 millas de la costa. Las orcas fueron a por el timón, con la mala suerte de que abrieron una vía de agua por el eje de la hélice. El pesquero «Festas André» encontró la lancha salvavidas y rescató a los náufragos. Desde que en julio de 2020 se registró la primera «interacción» de las orcas en el Estrecho de Gibraltar, son más de doscientos los encuentros denunciados, casi todos entre Cádiz y Finisterre, con daños que van desde pequeñas averías en la pala del timón a serias vías de agua. Los científicos atribuyen los ataques, perdón, «interacciones», a un par de familias de orcas, del subtipo ibérico, que está en riesgo de extinción, y cuya presa principal es el atún rojo atlántico, que también escasea. No se conocen con certeza las causas de este cambio de comportamiento de ese grupo de cetáceos y no es cuestión de especular, pero sí de señalar que, con la ley en la mano, especialmente el Real Decreto 1727/2007, no hay nada que se pueda hacer frente a una «interacción», que no sea apagar el motor, soltar la caña del timón, acurrucarse en la bañera y rezar, a ver si esos bichos, enormes y más listos que el hambre, se cansan de jugar con el barco y se van a perseguir atunes que es lo suyo. Porque las leyes prohíben molestar a los cetáceos, por ejemplo, tirando petardos al agua para hacer ruido, golpearles con el bichero, asunto peligroso porque una orca cabreada es de lo peor, o, mucho menos, arponearlas. Hasta hace poco, ni siquiera se podía dar marcha atrás, no fueras a pillarlas con la hélice. Y el caso es que un día se ahogará alguien. Tal vez falle la lancha salvavidas o no funcionen las comunicaciones o un golpe en el casco haga pivotar el barco y te lance al agua. Vaya por delante que la mayoría de los navegantes de recreo son, somos, unos locos enamorados de la mar y de sus habitantes, conscientes de que actuamos como intrusos en un mundo con sus propias y duras reglas, y que las orcas están en su elemento. Pero las autoridades marítimas tendrán que hacer algo, porque hay obligación de proteger la vida humana en el mar. Así que, excepcionalmente, traten de adecuar la ley a una circunstancia sobrevenida y cuando una simpática familia de orcas quiera hacer prácticas de caza con la pala del timón, pues, petardo al canto. Porque, claro, luego los científicos se quejan de que muchos de los protagonistas humanos de la «interacción» no quieren facilitar datos del encuentro. Señal, dicen, de que, en lugar de rezar acoclado en la bañera, te has liado a mamporros con el remo reglamentario...