Tribunales
La división de poderes en la actualidad
En las actuales democracias ha devenido inservible la interpretación decimonónica del principio de división de poderes en su versión parlamentaria
En 1985, Alfonso Guerra pronunció las siguientes palabras : «Montesquieu ha muerto». Alexis de Tocqueville había escrito en 1832, en su magnífica La Democracia en América, que : «La fuerza de los tribunales ha sido, en todos los tiempos, la más grande garantía que se puede ofrecer a la independencia individual». Hoy día, los tribunales no son sólo una garantía de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, sino que también constituyen un mecanismo de control de los poderes públicos; control que se realiza, exclusivamente, dentro de los parámetros de la legalidad; y es precisamente en esta faceta de control donde la actividad judicial cobra, sin duda, mayor relieve y trascendencia a la hora de la crítica política por parte de una ministra a la labor de los magistrados en la aplicación de la llamada ley del «solo sí es sí» impulsada por la misma.
Las normas aplicables no son siempre unívocas ni las decisiones judiciales son ideológicamente asépticas. Los jueces, en su labor de decir el Derecho, no se limitan a realizar una aplicación mecánica de la ley, sino que, a través de sus decisiones, manifiestan su concepción de los valores de la justicia, la igualdad, la libertad y el pluralismo político sobre los que se fundamenta nuestro ordenamiento jurídico. Los jueces toman sus decisiones dentro de unas circunstancias y momento social al que deben dar una concreta respuesta. Ello no quiere decir que realicen su actividad fuera del marco de lo jurídico ni que, mucho menos, deban ser vicarios de los partidos políticos, pero sí significa que los jueces en sus decisiones introducen, inevitablemente, un contenido ideológico en el que plasman su concepción de la realidad; cosa que es muy distinta de los intereses de partido, de tal forma que mientras una actuación partidista atenta frontalmente a la independencia propia de la función de juzgar, el compromiso democrático con los valores constitucionales es el presupuesto de todo acto judicial de aplicación de la ley.
Si una decisión de la que se postula su tecnicidad, como es la decisión jurisdiccional, no puede pretender suplantar el indirizzo político que corresponde a los órganos políticos legitimados democráticamente de modo directo, tampoco estos pueden, legítimamente, incidir, mermar o coaccionar a los componentes del único poder no controlado por la cúpula de los partidos políticos. En las actuales democracias ha devenido inservible la interpretación decimonónica del principio de división de poderes en su versión parlamentaria. El Parlamento ha perdido su significación originaria. De ser un foro de discusión políticamente decisivo ha pasado a ser calificado de «cámara de resonancia» (Leibholz) en la que dan cita los «delegados» de los partidos para dejar constancia de unas decisiones que ya han sido tomadas con anterioridad en sus comités o en los congresos o directamente por el propio líder. La rígida disciplina impuesta a los diputados y la pérdida del monopolio de producción de normas generales contribuyen, entre otros factores, a diluir la división funcional y orgánica entre el legislativo y el ejecutivo.
En la actualidad la separación de poderes donde realmente se manifiesta es entre el «poder político gubernamental» y el «poder jurisdiccional», es decir, entre el poder de dictar leyes, reglamentos y actos concretos y el poder de enjuiciarlos independientemente. Es aquí donde en nuestros días se plasma el principio tradicional de los revolucionarios franceses de dividir el poder, de encontrar, como decía Montesquieu, «una disposición de las cosas» en la que el poder detenga al poder.
En el debate sobre el papel de los jueces se ha de analizar múltiples aspectos de una compleja problemática que no es bueno abordar en un clima de crispación como el que actualmente vivimos. Se ha apuntado el marco en que, a mi juicio, se desenvuelve hoy día la tradicional idea de la división de poderes. No cabe duda de que sólo a la jurisdicción le corresponde decir la última palabra ante las conductas delictivas. Pero el juez no pertenece a una casta privilegiada como el magistrado romano o los boni vin de la Edad Media; el juez del sistema democrático no posee «una parte del Estado» como los oficiales del antiguo régimen; el juez sólo puede contar con la seguridad que le proporciona su independencia y la responsabilidad por el apoyo social que reciban sus decisiones.
Porque, como ya se decía en 1870 en la Exposición de motivos de la Ley Provisional Orgánica del Poder Judicial, la independencia es la «cualidad más preciosa y esencial de la Magistratura, sin la cual ésta deja de constituir un poder para transformarse en una rueda inerte de la Administración política, cuando no en un terrible instrumento de pasiones bastardas y mezquinas».
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