Irene Montero
Irene Montero o la vieja del visillo
Esa diversidad de la que habla es en realidad uniforme teoría maoísta para que todos marchemos en una sola dirección y sin salirnos un milímetro de la vereda
Hay un regustillo picarón en el ministerio de Igualdad cada vez que nos abroncan ñoñamente, y con frecuencia, con datos manipulados hasta la asfixia, por no ser como a la ministra le gustaría que fuéramos. Esa diversidad de la que habla es en realidad uniforme teoría maoísta para que todos marchemos en una sola dirección y sin salirnos un milímetro de la vereda. Es en la ausencia de matices donde este ministerio se cree grande, con sus anuncios de brocha gorda, como una cocina inacabada a la que le tocó un pésimo albañil y peor fontanero. ¡Ay, los fontaneros, con la de chistes que han dado a España que ahora no se pueden contar!
Para Irene Montero no existe el gris ni la ironía por lo que algunos, y algunas, nos sentimos en un mundo lúgubre del que solo nos salvan los tanatorios, sobre todo si son como los de Bernardo Pantoja en el que los familiares se tiran de los pelos. Qué más puede pedirse en ese momento final. Péguense, pues, en los velatorios hasta que una ministra nos los prohíba, una ministra y detrás todos los diputados socialistas que se sienten orgullosos de ser ganado que pasta en el prado de Pedro el cabrero.
Los anuncios del ministerio de Igualdad nos ponen en situaciones absurdas. Nos pregunta que si no somos nosotros los maltratadores (los que estamos viendo el anuncio), entonces quiénes son, dejando a la población masculina toda en evidencia. Irene Montero, tan joven, sería una trasunta de la vieja del visillo, atenta a recriminarnos cualquier cosa, vigilante detrás de cada puerta ante los desmanes de la población.
Lo que ocurre es que la joven del visillo y su equipo no saben cómo aminorar las cifras ni qué hacer para que los adolescentes, adoctrinados sin embargo en las escuelas, no solo siguen sino que subrayan aún más los patrones de conducta que la ministra quiere erradicar. A la vista de que sus recetas no dan resultado habría que ir pensando para qué sirve su ministerio aparte de para vociferar propaganda. La ministra debería dimitir no solo por la ley del «sí es sí» (que votaron todos los representantes socialistas en el Congreso, sin fisuras en la barbaridad) sino porque sus políticas y sus discursos no sirven para lo que se supone se hacen. La culpa no la tiene «Pretty woman», ni el amor romántico a lo Lope de Vega, ni por que alguien ceda el paso en el ascensor. Y, sobre todo, la culpa no es de la mitad de España que se supone somos verdugos que aterrorizamos a la otra mitad, víctimas en su colectividad comunista. Déjenos en paz.
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