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El ambigú

Adioforización y resistencia

Una sociedad no se construye solo con normas, sino con ideales de virtud y responsabilidad

Zygmunt Bauman acuñó el término adioforización para describir un fenómeno inquietante: el proceso mediante el cual ciertos actos y decisiones se despojan de su carga moral. Lo que antes suponía un dilema ético se transforma en una mera cuestión técnica, legal o pragmática. Acciones que podrían ser consideradas reprobables pasan a percibirse como neutrales o irrelevantes. En definitiva, la conciencia moral se externaliza: no se actúa «mal» porque ya no se siente el deber de actuar «bien». Este fenómeno En España, la adioforización ha calado hondo en la esfera pública. En un primer estadio, se ha instalado la idea de que lo que no es ilegal es aceptable. Así, todo aquello que no se pueda probar en sede judicial –más allá de cualquier duda razonable– se transforma automáticamente en inocencia moral. El tribunal se convierte en el único espejo de la ética, cuando en realidad no es sino el último dique del Estado de Derecho, encargado únicamente de dirimir responsabilidades penales. Pero entre lo legal y lo decente hay un trecho, y delegar toda responsabilidad ética en los jueces es una forma cómoda y peligrosa de renunciar a ella. En una segunda fase, aún más perversa, la valoración moral de los hechos empieza a depender del color político del denunciante. Incluso cuando existen actuaciones judiciales en curso o hechos indiscutiblemente graves, el foco se desplaza del acto cometido a la intencionalidad que se atribuye a quien lo denuncia. Si el denunciante es un adversario político, se desacredita su mensaje bajo la sospecha de «vendetta», «guerra judicial» o «fango mediático». Así, se diluye la gravedad de la conducta en un lodazal de interpretaciones interesadas. Pero el mal no depende del mensajero. Como recordaba Séneca, «la verdad nunca daña a una causa justa». Robar dinero público, manipular instituciones, mentir o beneficiarse del cargo son actos reprobables por sí mismos, al margen de quien los señale. Cuando la atención se centra en desacreditar a quien denuncia en lugar de examinar lo denunciado, se activa una maquinaria de barro que banaliza la corrupción y ensucia la ética colectiva. En este contexto, cabe preguntarse: ¿Qué sucede cuando quienes ostentan el monopolio de la acción penal renuncian a investigar o actúan con desgana? Dostoievski nos ofreció en Crimen y castigo una ilustración atemporal de este dilema. Raskólnikov asesina convencido de que su crimen está justificado por un «bien superior». Cree estar por encima del bien y del mal. Solo tras el sufrimiento y la expiación entiende que ninguna ideología limpia la sangre, y que ningún crimen se justifica por la causa que dice ampararlo. En una democracia madura, el mal se llama por su nombre. Y aunque pueda haber intereses detrás de una denuncia, eso no altera la verdad de los hechos. La ética pública, como la justicia, debe estar ciega. Hoy, la adioforización ha mutado en algo aún más corrosivo: la privatización del juicio moral según afinidades ideológicas. Se relativizan comportamientos claramente incompatibles con el decoro institucional. Políticos aferrados al cargo tras escándalos; mentiras convertidas en estrategia; el tráfico de influencias y el nepotismo como parte del paisaje. Todo se blanquea con el mismo mantra: «no hay condena», «no hay pruebas concluyentes». Pero la ausencia de delito no implica la ausencia de inmoralidad. La regeneración democrática solo será posible si se recupera una convicción básica: hay cosas que están mal, vengan de donde vengan y las diga quien las diga. La verdad, como decía Camus, «es como la luz: molesta, pero alumbra». Una sociedad no se construye solo con normas, sino con ideales de virtud y responsabilidad. No puede exigirse una sentencia firme para ejercer la responsabilidad política. La ejemplaridad no se impone: se demuestra.