Letras líquidas

Antipolítica «fake»

Los ciudadanos quieren soluciones, y exigen, claro, que se cumpla el contrato social por el que, a cambio de sus obligaciones, tienen unos derechos que incluyen esperar la protección de las autoridades en situaciones extremas

A veces las ausencias pesan más que las presencias y lo que no se hace alcanza más relevancia que cualquier actuación por valiosa que haya sido. Podríamos llamarlo el poder de la omisión. Y podríamos, también, citar muchos ejemplos de la vida privada y cotidiana de cada uno o de la pública de todos. Seguro que llegados a este punto su mente se ha trasladado, casi de forma automática, a Valencia. A la tragedia ocasionada por la DANA que, probablemente, será paradigma en el futuro, si no lo es ya, de múltiples inacciones, la suma infernal de todos los vacíos que culminaron en el horror final. La cadena letal de «faltas»: la de la previsión en los diques y construcciones, la de la política hidráulica, la del sistema de vigilancia, la de las alertas y los avisos a la población, la de la falta de agilidad para actuar en las horas iniciales del caos y hasta la falta de algunos en empatía y humanidad.

Y, entre el dolor colectivo por las víctimas y la exigencia de explicaciones sobre cómo se produjeron los hechos, en la conversación pública se ha ido colando otro asunto, que resurge de manera cíclica, y que gira en torno a la vuelta de la antipolítica. En esta catástrofe de Valencia se encarnó primero en la frase «solo el pueblo salva al pueblo» que, más allá de un desahogo emocional momentáneo y del reconocimiento a la labor de los miles de voluntarios que han dedicado su esfuerzo, tiempo y recursos a ayudar a quienes más lo necesitan, no tiene ninguna trascendencia tangible ni repercusión racional alguna para la imprescindible organización común. Aprovechando el legítimo enfado de los afectados, algunos, prestos a destrozarlo todo y sacar rédito del caos, se apresuraron a dibujar un ambiente anárquico y apocalíptico de ciudadanos rebeldes contrarios a cualquier orden y ahí es donde radica la trampa de ese discurso desestabilizador.

Los ciudadanos quieren soluciones, y exigen, claro, que se cumpla el contrato social por el que, a cambio de sus obligaciones, tienen unos derechos que incluyen esperar la protección de las autoridades en situaciones extremas. Los politólogos estadounidenses Levitsky y Ziblatt ya lo vieron y en «La dictadura de las minorías» alertaron del riesgo de que «los políticos convencionales puedan matar a la democracia». El malestar social no es un instinto anárquico que crezca enloquecido en el corazón de las democracias occidentales, tampoco de la española. Nada más lejos. Debemos comprender que eso que se define como antipolítica no es, en realidad, más que el anhelo de la buena política. Solo hay que canalizarlo en la dirección adecuada.