Los puntos sobre las íes
El asesinato civil de Lucía Figar
Quién le devuelve estos ocho años perdidos en el mejor momento de su vida política y profesional
Conocí a Lucía Figar a caballo de los 90 y los dos miles de la mano de Alejandro Agag, el tío más listo que he conocido en España excepción hecha de Florentino Pérez. Fue en Becerril, con motivo de la constitución del homónimo clan, apadrinado por el Aznar de la recién estrenada mayoría absoluta. Un Aznar que llegó al volante de su Audi blindado con Agag soplándome al oído «el miedo» que había pasado en los 35 kilómetros de distancia entre Moncloa y la localidad serrana. Todos los que estaban fueron luego algo en la vida pública aunque, como es natural, no estaban todos los que luego fueron. Ojito al elenco: desde nuestra protagonista hasta Agag, pasando por Juanma Moreno, González Pons, Carlos Aragonés y el otrora poderosísimo Jorge Moragas, entre otros. Lucía era entre cinco y 20 años más joven que todos ellos pero, sin ningún género de dudas, la más brillante. No era una política profesional al uso: antes de meterse en la refriega orgánica se licenció con notazas en Cunef, la gran cantera de líderes empresariales. Y encima era políglota. Nunca olvidaré la ponencia que presentó al Congreso de las Nuevas Generaciones que por aquel entonces lideraba el ahora presidente andaluz: superlativa, redactada con mejor sintaxis que un periodista de postín y sin una sola errata. Tres años más tarde, con apenas 28 años, se convirtió en la más joven secretaria general de un ministerio en la historia (de Trabajo en su caso). El runrún sobre su figura se disparó exponencialmente: «Acabará siendo la primera presidenta del Gobierno». Su carrera, como la de otros muchos becerriles, se estancó al pasar el PP a la oposición tras el 11-M. Y Esperanza Aguirre, tan larga como ella, la rescató para Madrid en 2005. La nombró consejera de Inmigración y, más tarde, máxima responsable de Educación, puesto que ostentó hasta 2015. Aquello fue la cúspide de su carrera pero, paradójicamente –o no, así es la política–, también su tumba civil. Era mejor moral e intelectualmente que Soraya, la figura emergente en la carrera por la sucesión de Rajoy. Y tenía algo de lo que carecía la a la sazón vicepresidenta: principios. No sé si es que la abogada del Estado la percibió como rival, si fue cosa de ese destino que está escrito en las estrellas o que resultó víctima del irracional odio que profesaba el juez Eloy Velasco al PP desde sus tiempos de director general de la Generalitat zaplanista, el caso es que acabó imputada en 2015 por malversación, fraude y tráfico de influencias en Púnica. Le cayeron más delitos que a Chaves y Griñán, que permitieron el saqueo de 680 millones. El magistrado le acusaba de «utilizar 80.000 euros públicos para promocionar su figura personal y política en internet y desprestigiar otras opciones». Figar dimitió, iniciando un calvario de ocho años en los que la honradez hecha persona circulaba por Madrid como una apestada. Conseguir trabajo era para ella un imposible físico y metafísico o casi. Ayer, 3.040 días después, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional concluye «con claridad meridiana» que los 80.000 euros se invirtieron en tareas relacionadas con su cargo de consejera. Vamos, que fue todo un montaje. La gran pregunta es quién repara el daño infligido, quién le devuelve estos ocho años perdidos en el mejor momento de su vida política y profesional. La otra gran moraleja es de cajón: la saña que se aplica judicialmente al PP en contraposición al trato de guante blanco que recibe sistemáticamente la izquierda. Y, mientras, el delincuente Griñán en su casa descojonándose de nosotros.
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