Tribuna

Beber para no olvidar

Beber vino es siempre un experimento valioso para disfrutar de la compañía, aprender a ser mejores y gozar de la vida. No podemos consentir que esta tradición se pierda

Una característica cultural importante de los pueblos es su modelo de alimentación. El vino ha formado parte de la alimentación de los pueblos mediterráneos desde la más lejana antigüedad. Para España ha constituido secularmente un elemento cultural fundamental que ha contribuido a dar forma a nuestras costumbres, a nuestra lengua, a nuestro arte y tradiciones. En resumen a nuestra idiosincrasia. Resulta un poco triste observar que su consumo está disminuyendo. Seguimos siendo uno de los productores más importantes del mundo, sin embargo los datos de consumo nos están llevando inexorablemente al vagón de cola de los países desarrollados.

Las cosas, salvo la Creación, no surgen de la nada, tienen un origen. Y el origen suele ser interesante cuando son significativas. La cultura del vino es una cosa significativa. No ha surgido por casualidad, ni por generación espontánea. Es el resultado de un conjunto de experiencias, descubrimientos, tradiciones y vivencias que constituyen un valioso patrimonio, íntimamente relacionado con quienes somos, con como somos y con de donde somos.

En las más antiguas culturas del Mediterráneo, el vino ha sido desde siempre una presencia permanente. Su descubrimiento se relata ya en el primer libro de la Biblia, en el antiquísimo Génesis, con la historia de Noé. Hay que recordar que el Génesis dice que el Arca del Patriarca encalló en el Monte Ararat, tras el diluvio. Parece probado que el origen de la domesticación de la vid tuvo lugar en la zona del Cáucaso donde está enclavado el citado monte. Sucedió en torno a seis mil años antes de Cristo, en pleno neolítico.

Fueron los Fenicios, grandes navegantes y también grandes bebedores, los responsables de la difusión del vino por todo el ámbito Mediterráneo. Gracias a ellos el vino comenzó a convertirse en un decisivo vehículo cultural. Fue el elemento central de los «simposium» griegos en los que se generaba nuestra cultura, se cuidaba el espíritu y se vivía la amistad en torno a cráteras llenas del sabroso líquido. Los galos, colosales bebedores, fueron conquistados por los vinos italianos mucho antes de que llegaran las legiones de Julio Cesar. Por doquier su consumo se fue convirtiendo en un hábito fundamental de la vida digamos «civilizada».

También tiene un significado trascendente para nuestra civilización. Quedó grabado de forma indeleble cuando nuestro Señor Jesucristo lo utilizó como instrumento privilegiado de la permanencia de su Encarnación hasta el fin de los tiempos.

Estamos por ello ante un elemento universal de tremenda importancia para la cultura y la vigencia de los vínculos humanos, particularmente en el orbe católico. De hecho las fronteras geográficas entre las regiones católicas y las de tradición protestante coinciden más que aproximadamente con las líneas que delimitan el cultivo de la vid, hasta el punto que ninguno de los países en los que se produce, se convirtió al protestantismo.

Arrancando del canal de la Mancha engloban la Alemania del este y del sur, Bohemia y Eslovaquia, para luego descender a los países balcánicos. Ningún país situado al sur de dicha línea se rindió a la reforma protestante. No sucede lo mismo en la parte septentrional del viejo continente en el que naciones no productoras de vino, como Irlanda, Polonia y Lituania han conservado su carácter de católicas hasta nuestros días.

Avanzando hacia lo más próximo, el vino ha tenido una presencia significativa en España, donde se cultiva, probablemente desde el siglo X adc y donde rápidamente se consolidó como un componente más de la alimentación, la cultura y las ganas de fiesta de nuestros antepasados. Lo cuentan Estrabón, Séneca, Plinio y otros eminentes romanos. Sin desdeñar luego a San Isidoro, o a los poetas de Al Andalus, que cantaron las excelencia de nuestros caldos, en clara contradicción con sus prácticas religiosas.

El viñedo constituyó también un factor de primer orden en el proceso histórico que hemos conocido siempre como la Reconquista. El avance de las fronteras de los reinos cristianos llevó a la ocupación de vastas zonas muy poco pobladas, en las que se reasentaron pobladores de tradición cristiana. Particular importancia tuvieron en este proceso las comunidades monásticas, que trajeron variedades de uva, métodos y prácticas enológicas eficientes y modernas. Su influencia contribuyó a crear una agricultura más dinámica y orientada al comercio, que fue fundamental para el desarrollo de muchas de nuestras comarcas.

Pero al final lo importante está en nuestro terruño. Porque nuestros vinos tienen una procedencia concreta que tampoco es casual. Proceden de un ámbito determinado, de pequeños pueblos, cuyos suelos, cuyo clima y cuya luz han aportado el milagro natural que permite la génesis de este producto. Pero también resultó imprescindible el elemento humano, la capacidad de imaginar, de crear y de disfrutar de las obras bien hechas. La conjunción de las dos cosas ha conducido a que nuestro país conserve desde hace casi mil años un puesto privilegiado entre los mejores vinos del mundo. Los productores actuales se inscriben en esa tradición, ya sea por herencia familiar o por haber elegido correctamente a los amigos. Una tradición incrustada en la energía telúrica que viene de la tierra y que iluminada por nuestro relumbrante sol estimuló a nuestros antepasados a conservar este pequeño pero intenso valor, mejorándolo siempre y utilizándolo como vinculo para permanecer unidos. Beberlo es siempre un experimento valioso para disfrutar de la compañía, aprender a ser mejores y gozar de la vida. No podemos consentir que esta tradición se pierda.