
El ambigú
En busca del uranio perdido
En España hay demasiada ideología donde debería haber gestión
Tras el apagón que paralizó buena parte del país hace unos días, hemos vivido muchas anécdotas. Algunas pintorescas, otras reveladoras. Por ejemplo, hemos descubierto que, en España, a pesar de poseer en su subsuelo una de las mayores reservas de uranio de Europa, tendríamos que importarlo. Nos hemos enterado también de que superamos ese apagón gracias a la electricidad que nos llega desde Marruecos, producida con carbón, y desde Francia, gracias a sus centrales nucleares. Mientras tanto, aquí seguimos atrapados en debates ideológicos que se repiten como letanías, incapaces de dar respuesta a la realidad. A veces parece que el sistema energético español está diseñado más para evitar el pecado ideológico que para asegurar el suministro. Pero conviene recordar una verdad elemental: la ideología no produce energía eléctrica, la destruye. En estos días también hemos aprendido que en Suecia operan cinco reactores nucleares, que Finlandia genera un tercio de su electricidad gracias a la energía nuclear, y que la Comisión Europea, con la nueva Ley de Industria Net Zero, ha equiparado expresamente la energía nuclear a las renovables, calificándola como una tecnología limpia, libre de emisiones, algo que debería hacer reflexionar a quienes aún siguen atrapados en prejuicios del pasado. Porque mientras nosotros prohibimos hasta investigar, nuestros vecinos aseguran el suministro, la soberanía energética y la industria. No hay épica en negarse a ver el mundo como es. Hay ceguera. Y la ceguera, en política energética, se paga con dependencia, precariedad y cortes de luz. Pero el apagón no ha sido solo una lección sobre la fragilidad energética. También ha evidenciado una grave confusión institucional sobre cómo se gestiona la protección civil en España. Cuando ocurre una emergencia, lo que determina la competencia para su gestión es la naturaleza de la propia emergencia. España es un Estado autonómico que se articula sobre el principio constitucional de solidaridad (art. 2 CE). Ese principio no es retórico: es operativo, especialmente en ámbitos como la protección civil, que se basa en la cooperación entre administraciones y en la respuesta eficaz a las necesidades colectivas. La Ley de Protección Civil, lo deja meridianamente claro, corresponde al Gobierno declarar una situación de emergencia de interés nacional cuando, como en este caso, por sus dimensiones efectivas o previsibles requieran una dirección de carácter nacional. No se trata de que cada comunidad autónoma pida o no la declaración de emergencia de interés nacional: se trata de que, si los hechos lo justifican, como ocurrió en este caso, el Gobierno central debe actuar de oficio, declararla y activar los mecanismos del sistema nacional. Resulta alarmante comprobar que, en un asunto tan delicado como la protección de los ciudadanos, también se haya filtrado la lógica del enfrentamiento político y la fragmentación institucional. La coordinación entre administraciones, la solidaridad interterritorial, la eficacia y la unidad de acción no son lujos ni retóricas: son condiciones esenciales para responder con agilidad, justicia y proporcionalidad. Es peligroso que los gobiernos, en lugar de actuar, duden; que los responsables en lugar de coordinarse compitan; y que las instituciones, en lugar de proteger al ciudadano, se protegen a sí mismas de las críticas. En España hay demasiada ideología donde debería haber gestión. Y la emergencia se agrava cuando se gobierna desde el eslogan y no desde la responsabilidad. Es hora de sustituir el ruido político por coordinación, solidaridad, eficacia y visión de Estado. Proteger a los ciudadanos en momentos críticos no es una opción ideológica: es una obligación legal, moral y constitucional. Las emergencias no entienden de colores políticos, lo único que las enfrenta es la voluntad de servir al interés general. Y ese, en democracia, debería ser siempre el único faro.
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