El bisturí

Las cabezas trocadas de Sánchez y Puigdemont

Embutida en el cuerpo del líder socialista, la testa del catalán será la que mande en Moncloa, salvo milagro

El fervor por la lectura es, sin ningún género de dudas, el mayor legado que un hijo puede recibir de sus progenitores. En mi caso, puedo considerarme afortunado. Desde la más tierna infancia viví rodeado de libros con los que sumergirme en otras vidas además de en la mía y conocer de antemano por medio de la letra impresa lugares que en aquellos tiempos estaban vetados para los bolsillos menos pudientes. Libros de viajes, sí, pero también de aventuras, históricos, románticos y hasta esotéricos, entremezclados con algunas dosis de ensayo, poesía o teatro. Un lujo, especialmente para el que no es rico. Recuerdo que el verano era la mejor época para penetrar con plenitud en ese universo paralelo de ensueño. Nada más acabar el colegio, acudía raudo a los anaqueles de las estanterías que cubrían las paredes de mi casa y buscaba y rebuscaba obras con portadas atractivas, de autores conocidos y otros que no lo eran tanto, y obras clásicas y algunas más modernas. El letárgico sopor estival invitaba a activar la imaginación y a correr riesgos. Había centenares de vidas y mundos por descubrir sin necesidad de salir de casa. Cuando tenía 13 años, decidí conceder todo el protagonismo del verano a Miguel Delibes. En los meses de julio y agosto cayeron de una tacada «La hoja roja», «El disputado voto del señor Cayo», «Cinco horas con Mario», «El Camino», «Castilla habla» y «Las ratas», que acabaría convirtiéndose en uno de mis favoritos de siempre. Más mayor, fui acotando las lecturas y haciendo otros descubrimientos extraordinarios. Recuerdo con emoción mi encuentro con Azorín, el divertido Baroja y el colosal Barea. Mi rebeldía se forjó con él. También con Dominique Lapierre. Las letales consecuencias de aquella tragedia química que sufrió India retratada con minuciosidad en «Era medianoche en Bhopal» me conmovieron profundamente. Desde entonces soy adicto a este autor francés.

Otro verano descubrí a Sábato y a Borges, así como a Gorki y a algunos autores rusos que, si he de ser sincero, me parecieron entonces, y me siguen pareciendo ahora, salvo excepciones como Solzhenitsyn, algo coñazos. Todo lo contrario que Hesse o Mo Yan, también ásperos y difíciles de digerir, pero quizás más llevaderos. En Zarauz tuve otro verano la fortuna de toparme por casualidad con «Abril Rojo», de Roncagliolo. Excepcional. Como lo son todas las novelas de Javier Moro. Ninguna baja del 8. La lista de obras es innumerable. Y la mayoría tan reverenciadas por mi parte como las 14 champions del Real Madrid. Este verano, por casualidades del destino, cayó en mis manos «Las cabezas trocadas», de Mann, libro que cogía polvo desde hacía años en la balda que lo acoge porque no terminaba de atreverme a hincarle el diente. Hice mal. Los protagonistas son dos amigos, uno perteneciente a una estirpe de brahmanes versados en los vedas y el otro herrero y vaquero, a los que la esbelta y bella Sita intercambia por error sus cabezas con la permisividad de la diosa Kali. La lectura de este libro viene al pelo de lo que sucede ahora en la política española. Aunque ninguno de ellos es de origen Brahman, más bien todo lo contrario, Pedro Sánchez y Carles Puigdemont bien podrían pasar por los personajes de Mann. Salvo milagro, la cabeza del catalán embutida en el cuerpo del líder socialista será la que mande en Moncloa y todo terminará mal. Tiempo al tiempo.