Canela fina

Caiga quien caiga

«Ábalos ha sido sacrificado porque con su eliminación se libra a Pedro Sánchez de las incómodas impregnaciones a las que apunta el PP»

Lo que caracteriza a la clase política española no es la corrupción sino la mediocridad. Y tal vez, al menos en parte, la primera deriva de la segunda. Mujeres y hombres, en muchas ocasiones sin oficio ni beneficio, escalan en su partido puestos de relieve. Viven de la política y saben que, terminado el chollo, encontrarán graves dificultades en una sociedad que exige formación y capacidad de trabajo. Y, claro, la tentación de hacer rápidamente dinero se multiplica en no pocos miembros de esos partidos convertidos en alguna medida en empresas mal gestionadas y en agencias de colocación.

El caso Koldo García es uno más de los muchos que se han desarrollado en los últimos 40 años. Parece claro que el PSOE ha buscado un chivo expiatorio que libere a los demás sanchistas del oprobio. Sé que no resulta políticamente correcto hoy afirmar que José Luis Ábalos es un político serio, eficaz, constructivo y de alto nivel. Esa es la impresión que siempre me ha causado. Lo he escrito en varias ocasiones y perdería yo la objetividad si no dijera lo que pienso. Estaba claro, sin embargo, que resultaría sacrificado si con su escabeche político se libra Pedro Sánchez de incómodas impregnaciones.

Se preguntarán los lectores cómo se puede solucionar en España el caso de los partidos políticos que, en su voracidad, y a través de impuestos casi confiscatorios, amargan a las trabajadoras y a los trabajadores que se esfuerzan día a día por sacar el país adelante. No veo la fórmula porque ya sucedió durante el siglo XX y el acoso a los partidos políticos provocó el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, el estalinismo en Rusia, el franquismo en España, el salazarismo en Portugal... La deriva hacia el partido único totalitario es mucho peor que la hemorragia actual.

España tuvo ocasión en 1978 de embridar, al menos en parte, a los partidos. Hubiera bastado con un artículo en la Constitución que dijera: «Ningún partido político, ninguna central sindical podrá gastar un céntimo más de lo que ingrese a través de las cuotas de sus afiliados». Se pudo elegir entonces entre un sistema cercano al británico o próximo a la IV República francesa. Y se cometió un error, un inmenso error, sólo comparable a no haber establecido la exigencia en la ley electoral de la doble vuelta.