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Biblioteca Harley-Davidson

Carcajadas

Mostraban su incomodidad porque yo me riera e incluso lo consideraban un gesto de grosera mala educación

Ayer fui a ver «Sirat». Me pareció una comedia irresistible. No pude parar de reírme en casi toda la película. El momento en que el perroflauta sale volando por los aires y se fragmenta en pedacitos después de pisar una mina me parece uno de los más grandes momentos cómicos de filmografía (voluntario o no) en lo que llevamos de siglo. Sobre todo, cuando otro de los personajes pregunta a continuación, con cara de bobo: «¿Qué ha pasado?» Pues lo que suele pasar cuando pisas una mina, hombre, aunque se trate de una mina de pura ficción.

Mis carcajadas resonaban con alegría por toda la sala cuando, de golpe, mirando a mi alrededor me di cuenta de que algo no marchaba correctamente. El resto de la audiencia se mostraba impaciente porque algo que conmovía dramáticamente sus corazones lo percibía yo como una extravagante y lentísima comedia negra sobre los tópicos de moda. No importaba que las escenas fueran absolutamente inverosímiles e impracticables en la realidad, el hecho es que mostraban su incomodidad porque yo me riera e incluso lo consideraban un gesto de grosera mala educación.

Es curioso pensar que si, por un albur, toda la sala hubiéramos acordado convencionalmente que lo que se nos contaba estaba en clave de comedia, nadie hubiera encontrado extraña mi alegre risa por sonora que fuera. De hecho, una de las convenciones de ese género, para considerarse exitoso, es que todos los espectadores rían y jaleen los gags sin ningún tipo de inhibiciones. Esa diferencia de criterios me alejó de la calidez de la protección grupal.

Como detesto molestar e incomodar a los demás, salí de la sala oscura un momento para correr al lavabo y soltar allí una gran carcajada liberadora que no ofendiera a nadie. Y entonces me di cuenta de que, en realidad, mi gran carcajada estaba provocada por la pedantería de nuestra modernidad.