
El ambigú
El cinismo maquiavélico
La regeneración política que España necesita no es una reforma del sistema, sino un cambio de actores
La política, cuando olvida los principios que la ennoblecen, se convierte en un juego de poder cuyo único objetivo es la supervivencia. Hoy más que nunca se ha hecho presente el pensamiento de Nicolás Maquiavelo, para quien «los hombres olvidan con mayor facilidad la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio». En ese sentido, el mantenimiento del poder se convierte en el valor supremo, y todo lo demás –la coherencia, la palabra dada, incluso la verdad– puede ser sacrificado. Sin embargo, la legitimación democrática del poder no puede agotarse en la legalidad de su ejercicio. La democracia no es únicamente procedimiento: necesita una preservación ética que vaya más allá de los mínimos penales. Lo que no es delito puede seguir siendo profundamente inmoral o políticamente inaceptable. Como dijo Norberto Bobbio, «la democracia es el gobierno del derecho, no simplemente del número», y ese derecho debe incluir exigencias éticas básicas, como la responsabilidad, la transparencia y el respeto a la separación de poderes. Estamos asistiendo a una preocupante confusión entre la defensa del sistema y la defensa de quienes lo ocupan. El discurso político dominante pretende hacernos creer que toda crítica al poder es un ataque a la democracia, y que todo control judicial de sus actos constituye una forma de persecución. Esta narrativa encuentra eco en otros países, pero donde halla su máxime exponente es en Argentina, donde Cristina Kirchner califica como lawfare (guerra judicial) lo que es su personal actuación criminal que ha sido objeto de condena, la cual ha sido defendida en España por algunos lawfareistas. También en España se ha llegado al extremo de sugerir, desde tribunas políticas, que jueces instructores incurren en prevaricación por investigar determinadas conductas de altos o ex altos cargos políticos. Este clima tóxico es peligroso para el sistema democrático, no porque lo debilite jurídicamente –pues el marco institucional español es sólido y resistente–, sino porque degrada su funcionamiento y desnaturaliza sus fines. La regeneración política que España necesita no es una reforma del sistema, sino un cambio de actores. Como decía Raymond Aron, «la democracia es frágil no por sus leyes, sino por los hombres que las aplican». A menudo, quienes se desempeñan con torpeza, deslealtad o cinismo en la política intentan encubrir sus fracasos invocando supuestas fallas estructurales. Como el boxeador noqueado que, en lugar de caer, se apoya en el cuerpo del contrincante para evitar la cuenta, algunos responsables políticos pretenden apoyarse en el Estado de derecho como escudo personal, cuando en realidad lo están comprometiendo. La crítica legítima al adversario deviene en deslegitimación de los controles, y el sistema se convierte en rehén del relato. Resistir no es en sí mismo una virtud si no se sabe para qué y para quién se resiste. El poder sin límites éticos termina siendo, como advertía Isaiah Berlin, «la derrota de la libertad en nombre de su propio ejercicio». La política democrática exige no solo ganarse el poder en las urnas, sino ejercerlo con responsabilidad y rendición de cuentas. Y esa responsabilidad no la puede determinar exclusivamente un juez penal ni depende de la apertura de diligencias: la verdadera exigencia nace del propio compromiso ético de quien gobierna. La regeneración comienza por un principio básico: distinguir entre el sistema y quienes lo gestionan. Defender al Estado no es defender al Gobierno. Y si bien el Estado de derecho en España goza de una robustez ejemplar, sus principales amenazas provienen de su interior y del desgaste interno provocado por el oportunismo, la polarización interesada y el desprecio por los límites institucionales. Regenerar no es refundar: es sustituir a quienes no están a la altura. Defendamos nuestra democracia.
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