Nacionalismo

23-F/ 1-O

La Razón
La RazónLa Razón

Sostienen algunos que el 2-O, una vez desactivada la primera ola revolucionaria, cosa que veremos, hay que negociar. ¿Quieren decir abrazar de alguna forma a los que optaron por dinamitar la Constitución? Firme partidario de los pactos y las conversaciones, me gustaría entender quiénes hablarán y, por supuesto, de qué. ¿Acaso los muñidores del asalto al Estado de Derecho, sus áulicos y sus socios, piensan que pueden sentarse a discutir nada? Vale que Puigdemont hiciera patéticos malabares frente a Évole, no fuera a empitonarle el Constitucional, pero carajo, ¿de verdad creen que esta avilantez puede acabar sin consecuencias penales? Aparte, ¿no ansían épica y héroes? ¿Acaso no sueñan con inmolarse civilmente y recibir, pasado el tiempo, el conmovido abrazo que toda sociedad bien nacida reserva a sus libertadores? ¿Dónde están, me pregunto, los entusiastas émulos de Simón Bolívar, y dónde aquellos que en su delirio no dudaban en creerse Rosa Parks y Mandela? Y luego ya, una vez reeditados los privilegios por despreciar la ley, quebrantar la soberanía nacional, enfrentar a la gente y fracturar el país, ¿de qué piensan exactamente que charlemos? ¿Acaso de concederle a Jordi Pujol, preclaro estadista, la Medalla al Mérito Constitucional? ¿De cómo restañar el amor, que se rompió de tanto usarlo? ¿De cómo engatusar a quienes hace tiempo comprendieron que no hay nada como el malestar para obtener prebendas? Y ya avanzadas las conversaciones, ¿resolvemos que en Cataluña la Constitución queda en suspenso y puede por tanto celebrarse un referéndum que mutile el territorio nacional sin consultar al resto de habitantes del citado territorio? ¿Y a este conceder derechos a una parte sobre el todo, cómo lo llamaban? ¿Derecho a decidir? Fíjense que yo pensaba que se trataba del viejo y violento derecho a la autodeterminación y su inevitable corolario, la secesión. Pero claro, como eso, exceptuados los casos de las colonias vampirizadas por la metrópolis, no lo ampara nadie, pues oye, mejor legitimarlo con otras palabras. A más. ¿Qué hacemos con los habitantes de Cataluña, tantos, que no deseen la independencia y que tampoco se creen especiales, ni tocados por los dioses, ni más guapos, merced a los benditos afeites y embrujos de los arcanos diferenciales y su perfume identitario? ¿Acaso no habíamos concluido que cada cual puede creer lo que desee pero en la arena pública no queda otra que respetar los derechos del prójimo y asumir que la convivencia debe fundamentarse en principios de convivencia ajenos al club de fútbol de tus amores, el color de los ojos de tu gato, la emoción que sentías al escuchar las canciones folklóricas que entonaba tu abuela o el ADN de tus convicciones, entre las que bien puede centellear, qué sé yo, el íntimo y muy respetable anhelo de sentirse inuit en Estepona? Ya si esto, en lo que llegan o no las quiméricas conversaciones con Puigdemont y cia., qué tal si la gente, por distraerse, sale a la calle tras una pancarta que rece, «Por la libertad, la democracia y la Constitución». Sucedió después del 23-F y debiera de repetirse, unánime, en la inminencia del nuevo golpe de Estado.