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Cambiarse la cara

La Razón
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Pamela Anderson tiene nueva cara. No es que se haya hecho un arreglito, sino que ha cambiado por completo. Si no fuera por su característica larga melena rubia y su no menos característica delantera ni la reconoceríamos.

Habida cuenta de que esos dos atributos, el rubio de su pelo y su más que generoso busto son artificiales, de la Pamela original no debe quedar ni el carácter, que también se gradúa tras los cambios estéticos.

No es que yo tenga nada en contra de la cirugía plástica. Es más, creo que habría que sugerírsela a más de uno que, de poder permitírsela, sería más feliz tras dejarse acariciar ligeramente por el bisturí; pero creo que nos estamos pasando en ese desesperado afán de alcanzar la juventud eterna y una belleza clónica carente del atractivo de lo distinto.

Siempre recuerdo al afamado Ivo Pitanguy contándome una anécdota de su consulta, en el transcurso de una entrevista en los cursos de verano de de la Universidad Complutense: «cuando aquella mujer se sentó frente a mí –me dijo– y me pidió que le operase la nariz, no dudé en contestarle: “señora, yo no quiero tocarle el alma”».

La frase del celebrado cirujano brasileño me hizo reflexionar sobre el tremendo error que suponen algunos cambios físicos.

Al igual que para escribir lo importante es tener algo que decir y una manera personal de hacerlo, para seducir también es imprescindible tener una personalidad propia.

Y supongo que debe ser muy difícil mantenerla en un recipiente demasiado parecido al de otras personas, obsesionadas por alcanzar la perfección. Una perfección, por cierto, que, como decía William Shakespeare, es enemiga de lo bueno. Y lo bueno, si auténtico, dos veces bueno.