Julián Cabrera

Cándido, «Saber y ganar»

La Razón
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No se sorprendan pero ni el Dorian Gray de la televisión, Jordi Hurtado, venía durando tanto. Cuando el imperecedero presentador de «Saber y ganar» arrancaba su andadura en este popular programa, Cándido Méndez llevaba ya cuatro años al frente de la renqueante UGT, donde aún no acaban de creerse concluido su congreso este fin de semana que se haya producido el relevo. Durante el casi cuarto de siglo en el que Méndez ha sido secretario general de UGT, con todo lo que el cargo ha conllevado en la historia reciente de nuestro país, han pasado nueve ministros de trabajo, cuatro presidentes de Estados Unidos, cinco líderes en el PSOE, dos reyes, seis seleccionadores nacionales de fútbol o cuatro lendakaris. Toda una gesta de apego al cargo sólo superada por Villar al frente de la RFEF.

Pero sobre todo, Méndez ni ha sido precisamente un ejemplo de autocrítica –se ha marchado sin reconocer el tsunami de corrupción que sacude desde hace años los cimientos del sindicato–, ni ha mostrado una especial preocupación por adaptar el mundo sindical a la realidad de los nuevos tiempos –tanto UGT como CC OO han perdido una quinta parte de su militancia en los últimos cuatro años– ni ha disimulado una permanente tendencia hacia el clientelismo ligado a la política y sus correspondientes réditos –de «correa de transmisión» del PSOE antes de la ruptura entre Felipe González y Nicolás Redondo, a primer aliado y asesor áureo de Rodríguez Zapatero tras recibir sus dos tardes de lecciones de economía–, todo un lastre para la ya de por sí viciada herencia del defensor del «derecho a decidir» en Cataluña, Josep M. Álvarez.

El descrédito social de los partidos políticos ha corrido en los últimos años paralelo al de las centrales sindicales, instaladas en un verticalismo tan cercano a las prebendas de la subvención y la extorsion política como alejadas de la defensa real de los intereses de los trabajadores. La tarea que Álvarez tiene por delante no sólo pasa por alejar del mundo sindical la imagen de las siliconas en las cerraduras los días de huelga, pasa por lo que debiera ser –puestos a compararnos con la Europa del norte– un paulatino camino hacia la autofinanciación y pasa sobre todo por el necesario propósito de enmienda y la correspondiente redención frente a los capítulos más negros de la historia reciente de un sindicato «de clase» como han sido las facturas falsas en los «casos de los ERE» y de los cursos de formación o la no menos lesiva para la imagen de la UGT utilización de las «tarjetas black»; es lo que tiene haber sentado a sindicalistas en los consejos de administración de entidades financieras como las antiguas cajas de ahorros. Los sindicatos jugaron durante la Transición un papel clave en la recuperación de la democracia y son fundamentales en las relaciones laborales, eso es una cosa. Regalar, por ejemplo, con dinero destinado a los parados cientos de maletines inspirados en Salvador Bachiller a los delegados de un congreso –el regional de Andalucía en 2009– es otra bien distinta.