Antonio Cañizares

Cardenal Marcelo González

Se cumple el décimo aniversario de la muerte del cardenal Marcelo González Martín, acaecida un 25 de agosto, la víspera de la fiesta de la Tansverberación de Santa Teresa de Jesús. Quiero, y debo tener, un recuerdo emocionado y agradecido a esta gran figura, de la Iglesia y de España, que fue Arzobispo de Toledo, impulsor como pocos de la renovación honda que propugnó el Concilio Vaticano II, pastor conforme al corazón de Dios, predicador a tiempo y a destiempo del Evangelio y gran defensor y promotor de la fe.

D. Marcelo, fue, ante todo, un hombre de fe y cristianía sólida y recia, como esas raíces que sustentan lo mejor de la vida de nuestros pueblos y de nuestras gentes. Todo en él y en su magna obra, tiene la vibración firme y serena de quien es, ante todo, como Obispo y guía, un sincero creyente.

Para que aquellas raíces recobren el vigor pleno de los orígenes que tuvieron en las tierras toledanas su gran arraigo, y para recuperar la valentía de una fe vivida, y de ahí sacar fuerza renovada capaz de hacer siempre creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo, en un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, y exigiendo el justo respeto a las propias, D. Marcelo, pastor bueno y trabajador infatigable del Evangelio, se entregó por completo a predicar la Palabra de Dios con asiduidad, celo, y valentía, con claridad y vigor intelectual, con rigor de pensamiento y razón bien fundada. D. Marcelo retomó ese talante de los evangelizadores de los primeros momentos, o de los apologetas de los primeros siglos, o de aquellos evangelizadores que salieron de España a la heroica aventura de sembrar las semillas del Reino y colaborar en la edificación de una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad siempre nueva del Evangelio. En ellos no había dudas, ni acomodaciones, sino certidumbres de fe, para asentar la sociedad y la vida de los hombres sobre sólidos y duraderos cimientos.

El cardenal Marcelo, con una libertad que sólo puede brotar de su fidelidad insobornable al Evangelio de Jesucristo y a la Palabra que no puede estar encadenada, no rehuyó en su vida ni en su predicación las aristas crucificadoras de la vida cristiana, ni cedió a la fácil tentación de eliminar o reducir lo duro, para halagar al oyente. Supo poner dulzura de comprensión en sus palabras, pero sin traicionar las exigencias de un mensaje, que sólo trasmitiéndolo fielmente se mostrará en toda su realidad de la Verdad que nos hace libres. Así, no ocultó la luz bajo el celemín, la colocó sobre el candelero, a la vista de todos los de casa y de los que entran en ella. Centinela en la noche, estuvo siempre en vela para alertar de lo que llega como amenaza para defender y defenderse, o como gracia salvadora para abrirse a ella. Así, como pocos, mostró una alertada sensibilidad ante los retos que el mundo plantea hoy a cuantos creemos en el Señor. Alertas suyos del pasado, pronósticos de futuro de hace muchos años, se convirtieron después en diagnósticos certeros del presente.

Su gran pasión fue siempre la Iglesia, servidora de los hombres. Siempre he admirado su gran amor e inquebrantable fidelidad a la Iglesia, un amor, como se ha dicho, costoso, que no cede a las tentaciones de la moda, ni se escapa en silencios reñidos con la misión de centinelas y profetas. La contemplación y la acción, el amor total al sólo Dios y el amor inseparable a los hombres hasta el extremo de dar la vida, o Marta y María inseparables, de suyo, y así vemos también esta unidad reflejada en la vida de este hombre tan de nuestros días, D. Marcelo, en el que el teresiano «sólo Dios basta», queda unido y ensamblado en un lazo que no se puede ni debe romper, con el paulino «me gastaré y me desgastaré» por la difusión del Evangelio de la caridad que nos urge.

La vida, el pensamiento y la obra de D. Marcelo, trasparentadas de modo singular en su palabra, oral o escrita, como él mismo diría de la obra y vida de la santa Andariega de Castilla, Teresa de Jesús, tan querida y admirada por él, tiene todas las condiciones de un mensaje deliciosamente humano y divino. Es una fuerte llamada al descubrimiento de Dios en nuestro más profundo centro, en la más viva intimidad y riqueza interior del hombre, y percibir así nuestra más grande riqueza de verdad y belleza del hombre, de nuestra más profunda y rica humanidad inseparable de Dios. Esto, en el fondo, podría ser una semblanza de este «amigo fuerte de Dios», tan «centrado» en Dios, y por eso mismo, tan profundamente humano.

Necesitamos personas y pastores como D. Marcelo, manos como las suyas que nos ayuden a los hombres a trabajar en la búsqueda de Dios y a gozar de su encuentro, porque es ahí donde la humanidad de nuestro tiempo superará la quiebra profunda que le aqueja por pretender alejarse de su presencia cercana, y porque ahí es donde están las mejores, las únicas, garantías de su futuro y supervivencia.