Luis Alejandre

Coalición y yihad

Intervenía en la noche de este pasado martes 2 de junio en el programa «Cinco Continentes» de Radio Nacional de España, comentando la cumbre que durante este día se había celebrado en París para tratar sobre la situación en Irak. Una veintena de países de los 62 que forman la Coalición que lucha contra el Estado Islámico (EI) analizaba la situación, bajo la presidencia del ministro francés de Exteriores, Laurent Fabius, la del presidente iraquí, Haidar al Abadi, y tras la forzada ausencia del secretario de Estado norteamerican, Kerry, su sustituto, Anthony Blinken.

En la intervención radiofónica hablamos de las razones que llevaron a la formación de la Coalición, de la última reunión celebrada en Londres en enero de este año y del difícil encaje de kurdos, chiíes y suníes en el complicado escenario de nuestro Oriente Medio. La conquista de Ramadi, cabecera de la extensa región iraquí de Al Ambar, por los yihadistas el pasado 17 de mayo y el repliegue sirio de la histórica ciudad de Palmira en Siria pesaban más que la evaluación de los 4.000 bombardeos aéreos lanzados sobre zonas hostiles y sus resultados inferiores al efecto de terror que causan los camiones bomba y los asesinatos por degüello realizados frente a cámaras y difundidos por todo el mundo. Intenté matizar las duras palabras del secretario de Defensa de EE UU, Carter, sobre la capacidad de resistencia de los soldados iraquíes al abandonar Ramadi, relacionándolo con aquella fatídica decisión de la Administración Rumsfeld de disolver el Ejército de Sadam. Desde entonces, ha sido imposible recomponerlo, porque un ejército es algo más que una suma de soldados –algo que olvidan con frecuencia los políticos– por mucho armamento –y negocio– que se invierta sobre ellos.

Todo hubiera quedado aquí, si el conductor del programa al cerrar mi intervención no me hubiese preguntado : «General, ¿ganará finalmente esta guerra el EI?».

Sin tiempo para pensar, sentencié que no. Me refugié en el espejo de Libia, donde todos los que parecían estar unidos para derrocar a Gadafi andan ahora a la greña. Incluso cité a modo de muleta la conocida frase de que «la revolución acaba devorando a su propios hijos» ratificando una respuesta que no sé si era un deseo o una realidad.

Pero acabado el programa, me entró cierta angustia. Primero por aparecer como experto en un tema en el que es dificilísimo entrar y conocer. Este odio de más de mil años entre suníes y chiíes no encaja en la mente de un cristiano. Y me seguí preguntando: ¿cómo ven esta cumbre de París en Rusia o en Irán, que apoyan sin fisuras el régimen de Damasco, a cuyo presidente tienen estigmatizado y condenado muchos países de la Coalición? ¿Y en Turquía, sensible al problema kurdo, o en Arabia Saudí, siempre propicia a «hacer la guerra por su cuenta»?

Incluso me acordé de los 300 españoles desplegados en Besmayah, cerca de Bagdad, formando a este nuevo ejército iraquí, y de los 600 que tenemos desplegados en Líbano, en cuyas montañas, y no en Palmira, según un acertado análisis de Alfredo Semprún publicado en estas páginas (24 de mayo), se libra la decisiva batalla por la supervivencia del régimen sirio. ¿Les afectará esta crisis?

Dije que el EI no saldría vencedor, cuando hoy ocupa la mitad de Siria y un tercio de Irak; cuando el presidente iraquí espetó que ya está bien de palabras porque necesita mas apoyo sobre el terreno –«muchas palabras, poca acción»–. Mientras, nuestros ministros de Asuntos Exteriores perdían sus miradas en las bellas lámparas del Quai D’Orsay, pasándole una nota al iraquí en la que le pedían una «política mas inclusiva con los suníes». Para sus adentros pensaría Al Abadi: «¿Qué mas inclusiones puedo hacer a los que me destrozan el país con camiones bomba o cuyas tribus se incorporan al ejército yihadista en cuanto se acercan a sus territorios?».

No puedo quitarme la preocupación de encima, querido lector, y necesito compartirla. No tengo definida la frontera entre lo que deseo y lo que mi experiencia y estudios me dicen. Porque sigo temiendo que mientras en casa, y no sólo en España, nos debilitamos discutiendo si son galgos o podencos, un día podemos sufrir la «pinza» a que nos sometan los yihadistas de nuestro Oriente con los del norte de África asentados en Libia y el norte del Sahel. Asistiremos, imposibilitados de actuar con nuestras leyes, al espectáculo de ver cómo se alimenta este yihadismo con gentes surgidas de nuestras zonas marginales o periféricas. Siempre seducen las cruzadas, máxime cuando se aseguran remuneraciones que ciertos jóvenes jamás podrán alcanzar con trabajos normales.

Lo sentenció Al Abadi: «Nos la jugamos en Irak; pero también se la juegan todos ustedes».