Antonio Cañizares

Cuaresma

No todos los tiempos son iguales. El de Cuaresma, es un tiempo especialmente relevante para los cristianos. Ha tenido, debe seguir teniendo, un hondo significado: reconstruir y consolidar los cimientos y los pilares de nuestro edificio espiritual. Necesitamos recuperar la Cuaresma. Tal vez, en no pocos, se ha perdido su gran sentido. La secularización de la sociedad y el debilitamiento de la fe en amplios sectores han motivado que palidezca la vivencia genuina de la Cuaresma en la conciencia de nuestras gentes. Sin embargo, sigue con la misma vigencia y actualidad que en otras épocas. La Cuaresma, a lo largo de siglos, ha sido, y debe ser, una escuela para la formación del hombre, para liberarlo de sus cadenas interiores, pasiones y vicios, unificarlo, y fortalecerlo en su vida cristiana por la escucha y meditación de la Palabra más asidua e intensa, por la oración viva y sosegada, por la penitencia y la mortificación, por el ejercicio decidido de obras de caridad y misericordia. Es tiempo para la educación en la bondad, en la caridad, en el perdón, en la paz, en la reparación del mal realizado, en la esperanza, en la virtud sincera, en la vida nueva. Una verdadera escuela de vida cristiana. La espiritualidad cuaresmal es penitencial. Lleva consigo exigencias como el ayuno, –del cual queda una obligación reducida a sólo el Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo–, o como la abstinencia los viernes cuaresmales; estas exigencias, conviene recordarlo, no están abolidas del todo, y mucho menos está olvidado su espíritu o exigencia personal. La Cuaresma invita a la oración más frecuente y prolongada: la oración recuerda la necesidad de Dios, de su amor, perdón y ayuda, la necesidad de estar unidos a El. La Cuaresma dispone para recibir el sacramento de la penitencia, que, además de ser un acto de humildad y contrición, hacia el que nuestros contemporáneos tienen poco aprecio, es, sobre todo, la acción reconciliadora, de perdón y de gracia restauradora, de Dios en nuestras vidas. Es llamada a cuidar la meditación y el seguimiento amoroso de la Cruz que el cristiano fiel encuentra siempre en su camino. La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal es: «conversión». Se trata de un tiempo muy propicio para convertirnos a Dios, volver a Él, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con Él, en quien está la felicidad del la vida y la esperanza del hombre, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad. Convertirse significa en consecuencia: no vivir como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar por consiguiente el bien, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres –y aun de la mayoría– , sino sólo en el criterio y juicio de Dios. El tiempo cuaresmal, con el auxilio de la gracia, lleva a centrar la vida en Dios, a reavivar y fortalecer nuestra experiencia de Él. La fe en Dios es capaz de generar un gran futuro de esperanza y abrir caminos para una humanidad nueva donde se transparente su amor sin límites, especialmente volcado en los pobres, los desheredados y maltrechos de este mundo. En otras palabras: convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros. Convertirse significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y necesidad de los otros y de Dios, de su perdón, de su amistad y de su amor; convertirse es tener la humildad de aceptar el amor de Dios, entregado en Jesucristo, amor que viene a ser medida y criterio de la propia vida. «Amaos como yo os he amado»: amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno de los hombres. Necesitamos, con el auxilio de la gracia divina, emprender los caminos de la conversión honda a Dios, vivo y verdadero, revelado y entregado en Jesucristo, que es amor, fuente de verdad, libertad, amor, caridad. De manera especial la Cuaresma invita a vivir esta caridad: «la caridad que ama sin límites, que disculpa sin límites y que no lleva cuenta del mal» ( 1 Cor. 13). La conversión nos ha de proyectar hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral. Es necesario que los hombres vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente contemplamos y seguimos a Cristo, y en el centro de nuestras vidas está Dios, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: los pobres, los hambrientos, los enfermos, los que sufren, los crucificados de hoy (Cf. Mt 25) .La llamada a la conversión, a vivir en el amor y en la caridad de Cristo, es una invitación a vivir en el perdón, especialmente apremiante siempre y particularmente hoy, en nuestra situación de tanta violencia, de tanta tensión, de tanto rechazo mutuo, de tanta descalificación del contrario o de quien no está en mi grupo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos». «La caridad no lleva cuentas del mal». Para amar así se precisa el coraje de la humilde obediencia al mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación. El cristiano debe hacer la paz aun cuando se sienta víctima de aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así. Él espera que el discípulo le siga, cooperando de este modo a la redención del hermano. En esto, el cristiano sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades recurre a Él (Juan Pablo II).