Antonio Cañizares

Dadles vosotros de comer

El pasado domingo, 8 de febrero, celebramos en toda España la Colecta de la Campaña contra el Hambre en el mundo, organizada por Manos Unidas, dependiente de la Conferencia Episcopal. En seguida, me vienen como luz a la mente aquellos textos evangélicos de la «multiplicación de los panes». Jesús es el rostro de Dios. Así es Dios, así es la buena noticia de Dios: Dios que siente lástima de quienes no tienen qué comer. Dios que se apiada y tiene misericordia. Dios no es ajeno a las miserias del hombre, a su pobreza y a su hambre. Así es Dios: Dios se compadece de los hambrientos, está a su lado. En la versión de este mismo relato, en el Evangelio de San Mateo, Jesús, viendo la necesidad y que no podía despedirlos en ayunas les dice a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer». Estas palabras se las dice Jesús a sus discípulos ante esa multitud ingente de hermanos desvalidos, sin qué comer y aguardando que les llegue el pan suyo de cada día que les corresponde; porque los bienes de la tierra, el pan de cada día, no puede ser monopolio exclusivo de unos pocos.

Una mayoría de la humanidad no tiene lo mínimo necesario, que les corresponde en justicia; la mayoría pasa hambre y muchos millones de hermanos mueren a causa del hambre y de la miseria que se ceba sobre ellos. Muchas personas, es más, poblaciones enteras viven hoy en condiciones de extrema pobreza. La desigualdad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad, puesto que las condiciones en que se encuentra un gran número de personas son tales que ofenden su dignidad innata y comprometen, por consiguiente, el auténtico y armónico progreso de la comunidad mundial. El número de personas que hoy viven en condiciones de pobreza extrema es vastísimo. Pienso, entre otras, en las situaciones dramáticas que se dan en algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos (y no faltan, incluso, en los países ricos bolsas grandes de pobreza, y se multiplican nuevas y grandes pobrezas). Son amplios sectores, frecuentemente zonas enteras de población, que, en sus mismos países, se encuentran al margen de la vida civilizada; entre ellos se encuentra un número creciente de niños que para sobrevivir no pueden contar con más ayuda que la propia. Semejante situación no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz. Toda la humanidad debe reconocer en conciencia sus responsabilidades ante el grave problema del hambre que no ha conseguido resolver. «Se trata de la urgencia de las urgencias» (Juan Pablo II). Vivimos una situación muy grave que afecta a toda la sociedad, que concierne a los estados y que nos afecta a cada uno de nosotros. No podemos ni debemos inhibirnos, ni encogernos de hombros ante la magnitud del problema. El derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que corresponde a todos. Los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y ciertamente no sólo con los bienes superfluos. El problema del hambre en el mundo, es verdad, es problema que reclama ir a las raíces y a las causas de la pobreza, cambiar las estructuras, promover un nuevo orden económico internacional, aplicar a la economía mundial unos fuertes correctivos que hagan posible una distribución más justa y equitativa de los bienes de la tierra, destinados a todos los hombres sin privilegios de ningún tipo. Para la erradicación del hambre en el mundo, llaga abierta en la humanidad entera, es necesario que cambien los sistemas sociales, políticos, económicos y comerciales, las relaciones entre los pueblos que la han provocado. Es necesario trabajar juntos, con la solidaridad exigida por un mundo cada vez más interdependiente.

Hablar así parece que es despejar el problema y arrojarlo fuera del campo. Esos cambios, pensará más de uno, nos trascienden y son muy difíciles de llevar a cabo porque, entre otras cosas, habrían de llevarlos a cabo quienes han creado y mantienen con fuerza y poder esos sistemas generadores de injusticia tan grande. Pero no, no es cosa de la que cada uno personalmente pueda desentenderse. Todos podemos hacer algo; hemos de darles nosotros de comer, siguiendo la palabra de Jesús. No podemos cruzarnos de brazos o bajar la guardia; podemos y debemos hacer lo que está en nuestra mano para que este mundo de hambre se transforme en un mundo de hermanos donde todos y cada uno de ellos reciba el pan de cada día y sea reconocido y respetado en su dignidad. No vamos a solucionar, tal vez, los gravísimos problemas del mundo; pero sí podemos sentirnos parte activa de ese mundo y ser promotores, codo con codo, con todos los hombres de buena voluntad, de un mundo más justo. Debemos esforzarnos todos, con amor y esperanza.

Tenemos ante nosotros un gran desafío: crear un mundo más justo, más solidario, más de todos. A este reto, nadie es ajeno, y un cristiano, menos todavía. Lo que esté en nuestra mano no hemos de omitirlo. Al final de nuestros días seremos juzgados de nuestra ayuda al hermano que pasa hambre. Socorrer su intolerable miseria y compartir nuestro pan con el hambriento es una de las obras de misericordia que están en el corazón del Evangelio y en el núcleo de nuestra fe cristiana. Los pobres son los destinatarios privilegiados del anuncio de la Buena Nueva y es responsabilidad de todos los cristianos optar por los más pobres, acercarnos a la miseria del hombre despojado y tirado en la cuneta fuera del camino del progreso, para, como buenos samaritanos, sanarlo y darle de comer. La solidaridad con los sufrimientos y con las reivindicaciones de los más pobres ha sido siempre y es también hoy signo del Evangelio al que todos los cristianos nos sentimos urgidos. Es, además, lo que Dios nos está diciendo con aquella elección providencial del Papa Francisco, que nos dice y repite las palabras de Jesús: «¡Dadles vosotros de comer!».