Julián Redondo

Depresión

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AYago Lamela lo encontró muerto un amigo en casa de sus padres. Tan joven. Tenía 36 años. Ha vivido menos de la mitad de la vida que le correspondía. La noticia no fue una sorpresa. Estaba roto por dentro, posiblemente desde que se rompió el tendón de Aquiles. Antes escuchó cantos de sirena, quizás, y cambió de entrenador, de Juanjo Azpeitia, con el que llegó a los 8,56, a Rafa Blanquer, y no le fue bien. No mejoraba la marca y las lesiones se cebaron con él. Cuando volvió con Juanjo ya era tarde. Dejamos de ilusionarnos con el atleta y le veíamos más en las páginas de sucesos que en las de deportes. Quizá no soportó la pesada carga de la fama. O le traicionó el instinto de superación porque no conseguía superarse. Y se deprimió. Y la depresión le llevó al intento de suicidio y volvió a cambiar, ahora traumatólogos por psiquiatras.

Cuando la Selección recibió el Príncipe de Asturias de los Deportes, coincidimos en Oviedo. Y hablamos. Yago, sin doblez. Contaba lo que le ocurría, cómo se deprimía; hablaba de las malas ideas que se le pasaban por la cabeza como si aquello formara parte de la terapia; «pero estoy bien», añadía, con una sonrisa tan dulce que invitaba a creerle, a animarle, en ningún caso a compadecerle, porque formó parte del elenco más exclusivo, el de los dioses del Olimpo. No lo resistió. Acaso se deslumbró.

Y esa vida suya, tan frágil, tan prendida por alfileres, avanzaba a paso lento, suspendida en un alambre sujeto con antidepresivos. Tratamiento y recaída. De la última no ha salido. Susan Sontag, premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2003, dice que la depresión es la melancolía, pero sin encantos. Yago Lamela nos encantó.