César Vidal

Dos años en Michigan

La Razón
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Me lo cuenta una amiga hispana, de esos que llegan a diario a los Estados Unidos en busca de libertad y de prosperidad. En una época de su vida, tras llegar desde su cálido país, trabajó en Michigan. Se veía obligada a conducir una hora entera para llegar a una parroquia católica en una tierra donde la inmensa mayoría de la población es protestante. Agradecida por el consuelo espiritual que recibía, colaboró como voluntaria con unas monjas que atendían a la gente necesitada. Entonces descubrió conductas insólitas. Por ejemplo, cuando se telefoneaba a las familias para que recogieran los paquetes de ayuda, si en el ínterin habían encontrado trabajo, renunciaban a la donación. Consideraban que no era ético recibir lo que podían servir a otros en peores condiciones. En otros casos, la ayuda se entregaba a domicilio. Jamás se encontró una vez con que los miembros de una familia mintieran sobre el número de ancianos, de hijos o de personas necesitadas. Tampoco dejó de ver la vergüenza pintada en el rostro de aquellos que se llevaban la ayuda, vergüenza ocasionada por la sensación de que no habían logrado mantenerse por su propio esfuerzo y que, finalmente, eran los demás los que lo ayudaban a comer a diario. En aquel bienio –bienio caracterizado por una fuerte crisis económica y un aumento del desempleo– sólo llegó a toparse con un episodio de falta de honradez. Un día, al llegar al lugar donde prestaba su labor de voluntaria, no encontró a la mexicana que colaboraba con ella. La monja a cargo le explicó que había tenido que echarla. ¿La razón? Lisa y llanamente: robaba. Aquellos dos años resultaron extraordinariamente reveladores para ella. A decir verdad, le permitieron descubrir la enorme diferencia de mentalidades a uno y otro lado del río Grande. Ha pasado ya tiempo de aquella temporada pasada en Michigan, pero mi amiga –vuelvo a recordar que es hispana– la rememora para explicar el apoyo que millones de norteamericanos conceden a Donald Trump. Para ellos, no poder ganarse la vida con el esfuerzo personal es un drama; vivir de las ayudas ajenas, sean públicas o privadas, no sólo no es deseable, sino lamentable, y los inmigrantes que acuden a Estados Unidos no a contribuir al engrandecimiento de la nación sino a vivir de ella son gente a la que habría que echar como a aquella mexicana que robaba en el almacén de ayuda de las monjas. Así lo puede ver cualquiera que recorra esta tierra extraordinaria.