Andrés Aberasturi

El dulce crujido de los años

La Razón
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Me reconozco como oyente compulsivo de los anuncios para-farmacéuticos de las emisoras de radio. Tengo programas ya catalogados donde la oferta de estos productos es abrumadora y, por tener, hasta tengo mis héroes entre los destaca un tal doctor Vázquez. Aunque no consumo nada de lo que anuncian (uno ya sólo tiene fe en las contraindicaciones) me apasiona la fórmula de la ofertas y la naturalidad con la que puedes superar todos los achaques que se citan a ciertas edades como la mía. Hay soluciones para la presbicia, para que esos rodamientos que son las articulaciones no chirríen más de la cuenta, para el blanqueo de los dientes (en eso no se mete el doctor Vázquez sino un dentista), para esta especie de astenia generalizada que a veces produce la dulce ancianidad y sus aledaños, para el vigor sexual

–esa cosa– para todo lo que uno tiene y hasta para lo que pueda tener. Me fascina que en menos de un minuto me vendan con una naturalidad sobrecogedora la posibilidad de parar el tiempo tomando unas píldoras que –y ésa es otra de mis fascinaciones– ignoro por qué las hacen tan escasas en contenidos dado que la mitad de las veces te recomiendan tomar seis u ocho al día pero de tres en tres: ¿no sería más fácil hacer una gorda que tres pequeñas? Y que quede claro que no tengo nada contra estos productos, al contrario: ya he dicho que realmente me fascinan y estoy segurísimo que funcionan si tú te crees que funcionan. Me llama la atención la fórmula radiofónica de la presunta consulta al doctor. Y el precio. Y que si compras un envase te regalen otro. Pero lo respeto todo. Tengo conciencia de que soy ya un hombre curruscante, me cruje casi todo; pero sé que ese crujido es la música de fondo de una vida vivida con pasión y alborozo. Dejadme que la escuche.