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El rehén de la CUP

La Razón
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El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, ha superado esta semana su (pen)última traba para mantenerse de inquilino del Palau. El Parlament admitió a trámite los presupuestos de su gobierno. Era la segunda vez que los presentaba. La primera vez, la CUP se los tumbó al presentar una enmienda a la totalidad. También lo hicieron Catalunya sí que es Pot, Ciudadanos, PSC y PP. Sus grandes números se quedaron en la cuneta porque no obtuvo la mayoría que le dan los cuperos. Los radicales independentistas pusieron sus condiciones para aprobar los presupuestos: que Puigdemont pusiera en marcha la maquinaria del referéndum independentista. El presidente catalán titubeó, a juicio de los antisistema, y se quedó sin presupuestos, teniendo que presentar una moción de confianza que superó el pasado mes de septiembre con su lema de legislatura: «Referéndum sí o sí».

Si Puigdemont no actúa con contundencia –incluida la desobediencia que le exige la CUP–, sus presupuestos corren serio peligro, porque las trabas pueden ser innumerables. La dirección cupera ha decidido que esta vez no sean las asambleas quienes ratifiquen el voto de los presupuestos y que sea el Consejo Político, controlado por el actual coordinador de la CUP, Quim Arrufat, y los sectores más radicales de los antisistema. Sin embargo, los radicales pueden ser el último apoyo de Puigdemont para evitar una convocatoria electoral que le dejaría a pies de los caballos y el gobierno de la Generalitat, en manos de los republicanos.

Con este ambiente, enrarecido, Puigdemont ha convocado la cumbre de hoy. Si no lo hubiera hecho, la CUP podría decidir su voto en contra de los presupuestos. Sabe que debe contentar a la CUP y que no tiene otro remedio que obedecer. Sin embargo, Puigdemont no quiere abanderar la «desobediencia» al Estado como pretende la CUP, porque sabe que es un camino sin salida que no es del agrado del votante conservador nacionalista. También sabe que la desobediencia sería tanto como equiparar su proyecto político a fracaso y, por tanto, el fin de un proceso soberanista que está viviendo sus peores momentos. Por eso, la cumbre quiere ser un cierre de filas, un bálsamo ante las profundas discrepancias, un bálsamo para que una mayoría independentista impida que los postulados de la CUP se impongan –o como mínimo que se suavicen– y no hagan descarrilar la hoja de ruta del presidente y, sobre todo, una conjura para evitar el fracaso de un proceso y del partido que lo impulsó hace ya cuatro años.

Era su exigencia y Puigdemont no ha tenido más remedio que obedecer. Ahora el presidente dedica todos sus esfuerzos a mimar a los Comunes de Colau, que según las últimas encuestas no remontan en unas elecciones autonómicas, pero sin su presencia en la cumbre de hoy, el referéndum sería una mala copia del 9 de noviembre. Colau y Puigdemont se necesitan. El nacionalista para evitar su fracaso político y personal y hacer de la filial morada su aliado como contrapeso de la CUP; y la alcaldesa de Barcelona necesita a Puigdemont porque no quiere ni oír hablar de unas nuevas elecciones que no le auguran nada bueno. Su partido todavía no está constituido y no está en su mejor momento para afrontar un reto electoral.

Puigdemont pretende aprobar las leyes de desconexión –recurridas ante el Constitucional por la oposición– y posteriormente convocar el referéndum secesionista. La fecha: septiembre de 2017. En un resbalón, una traición del subconsciente, o una verdad como un templo, Albert Botrán, diputado de la CUP dijo la pasada semana en TVE que la «la Generalitat tiene la capacidad técnica de hacerlo –el referéndum– porque ya lo hizo el 9-N». O sea, Puigdemont tiene la maquinaria engrasada, sólo necesita el apoyo mayoritario del independentismo «social» para arrinconar a la CUP.