El último

Anoche se celebró el que puede ser el último derbi en el Calderón. Puede que haya sido el último enfrentamiento con el otro equipo grande de la capital en un estadio que ha sido mi casa desde que nací. Mi padre, que lo que quería era un niño, me cortó el pelo y me apuntó a la Peña del Atlético de Madrid de Albacete y comencé a viajar todos los fines de semana a ver al equipo. Unas veces veníamos al Manzanares, a la semana siguiente donde tocase, exceptuando el Bernabéu, al que mi padre nunca me dejaba ir y sigo respetando su decisión a rajatabla. Dicen los okupas del palco colchonero, esos que se hicieron con el club de manera fraudulenta, que necesitamos un estadio mejor, más grande, donde quepan más socios, que esté bien comunicado, que se equipare a un equipo de la categoría del Atleti, así que hemos cambiado un piso en el centro de Madrid por un chalecito adosado en un barrio lleno de franquicias. Una bicoca. El suelo no nos pertenece, los accesos son un espanto, la identidad del lugar es inexistente. Hace unas semanas, un jugador que pasará a la historia de este club, me contaba que la plantilla había visitado La Peineta. Les habían enseñado las instalaciones, las obras, el vestuario. Le parecía todo tan grande como innecesario. Quizá perdamos nuestra esencia y eso me preocupa, añadía. Al Calderón le han dejado ir muriendo de inanición. Así han convencido a algunos de la necesidad de buscar otro sitio, con una de esas cúpulas carísimas donde nuestros cánticos se van a oír mejor y los asientos van a parecer sofás, como si necesitáramos algo que mejorara nuestro aliento continuo o estar más lejos del resto de abonados. Somos los que somos y lo que somos y así nos gusta ser. Cada vez que veo el Calderón veo a mi padre. No se cómo acostumbrarme a perderle otra vez. Otra y sin haberle dicho que le agradezco todos esos viajes, todas esas noches de autobús, todas las veces que me llevó al Manzanares, esa casa familiar repleta de parientes.