José Jiménez Lozano

Evocación de Julien Green

Cuando, hace un tiempo, escribí un prólogo para el «Diario de Julien Green» de 1933 a 1939 que había aparecido en dos volúmenes, el primero bajo el título de «Los años fáciles» que comprende desde el 33 al 35, y los «Últimos días felices» que va desde el 35 al 40, me llamó la atención algo que Green comentará, más tarde, en 1970, en un prólogo suyo a una nueva edición de «Los años fáciles». Escribía: «Los años transforman a los libros. Sería equivocado decir que los envejecen, se convierten en otros. Puesto en presencia de un texto de 1930, un lector de 1970 no lee en absoluto con los mismos ojos que el lector del volumen del principio de su carrera, ni ve allí las mismas cosas... La dicha, la simple alegría de vivir me fueron regaladas ampliamente, mientras se amontonaban en el porvenir las grandes amenazas de la política»; y unas líneas más adelante en este mismo texto añade que, «cuando apareció este primer tomo del diario fui acusado del gran pecado mortal de nuestra época, a saber, el indiferentismo respecto a la política. La verdad es que ésta –lo he dicho muchas veces– me causó siempre horror, lo que no es ciertamente indiferencia».

Y todavía añade, en otra parte: «A los dieciséis años y medio en el frente de Argonne, en 1942, con uniforme americano contra los nazis ¿dónde está la torre solitaria? Y luego mis libros son la prueba de mi interés por el prójimo. ¡Que me dejen en paz de compromisos! En cuanto a mi distanciamiento de quienes se agitan en la escena del mundo, diré que amo a las gentes por sí mismas y no por los títulos y las faramallas de que se revisten». Aunque, ciertamente, tampoco estuvo Green ausente de la vida mundana de la literatura y del arte, y fue amigo, por ejemplo, de André Gide y François Mauriac, bien introducidos en los debates y las luchas políticas, o de Salvador Dalí y otros artistas relucientes del tiempo.

Ajeno a la política y horrorizado de ella, también pasó Julien Green tranquilamente indemne por toda la revolución literaria y artística de aquellos años, y siguió narrando, como lo había hecho anteriormente, tragedias a la vez interiores y carnales, verdaderamente penetrantes y a veces feroces, o vidas en el límite del desespero y la negrura de la noche más oscura. Y, frecuentemente, desde el fondo de su laceración, incluso en su vividura religiosa, desde el tiempo de su temprana conversión del protestantismo al catolicismo y, en sus últimos años, no ha faltado su dolorida, amarga queja ante lo que él consideraba una especie de protestantización, e incluso de mundanización, y de despojo, especialmente en el ámbito de la liturgia que tanto había amado.

Curiosamente, por lo demás, aunque la mayor parte de sus obras fueron escritas en francés y en Francia nació, aceptando la forma francesa de su nombre, «Julien» y allí residió casi la totalidad de su vida, integrándose a su mundo literario y perteneciendo incluso a la Académie Française, nunca quiso nacionalizarse francés y en los últimos años de su existencia proyectó irse a vivir a Forli, en Italia, abandonó la Academia Francesa y volvió a firmar con la forma inglesa de su nombre: «Julian», y fue enterrado, en agosto de 1998 en la iglesia austriaca de San Egidio, en Klagenfurt, en cuyo interior había visto una estatuilla de la Virgen que le había fascinado, en una visita hecha en 1990.

Green había interrumpido precisamente sus primeros diarios de los tiempos fáciles y felices, porque la felicidad le parecía imposible en el trastocado mundo europeo, y siguió teniendo miedo al derrumbe de «una civilización de una cierta calidad de refinamiento», según anotará luego en los noventa a propósito de los madrigales y de los cantos religiosos de Monteverdi. Pero todo ocurre, ahora, con este mundo por el que Green temía, como si, efectivamente, hubiera desaparecido, o no se hubiera dado, ni se pudiese dar nunca.