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Antonio Cañizares

Fiestas patronales

Son muchos los pueblos de España en los que en estos días se celebran sus fiestas patronales. En buena parte de ellos estas fiestas son en honor de la Virgen María, en sus múltiples advocaciones. En todos reina la alegría, una alegría especial. No es ajena a esa alegría que nos precede en los pueblos la fe que dio lugar a tales fiestas, aquella fe de nuestros abuelos y tatarabuelos arraigada en nuestras tierras y recibida de sus antepasados hasta el momento presente, aun a pesar de verse impedida durante largos periodos de su historia y de hallarse inmersa en perplejidades y obstáculos que el tiempo nuevo presenta. La imagen de la Virgen, frecuentemente con el Niño Jesús en sus brazos, nos muestra el porqué de este gozo por la fe: Ella tiene al niño Jesús en sus brazos; en ese Niño –pequeño y pobre, desvalido y desamparado–, que Ella besa y tiernamente aprieta, advertimos una bondad que no es de acá y que lo inunda todo; en ese Hijo de sus entrañas, nacido de María, por obra del Espíritu Santo, Dios ha empezado a estar con nosotros para siempre: nada, en efecto, ni nadie podrá separarlo de nosotros, ni a nosotros de Él. Dios no quiere ser sin el hombre, sin participar en su desamparo: así se ha comprometido irrevocablemente con el hombre. No cabe mayor cercanía de Dios al hombre. Nada hace tan presente lo largo, ancho y profundo del misterio de Dios como este Niño en el regazo de su santísima Madre.

Por esto contemplando y venerando tantas imágenes de la Virgen madre, María, no podemos menos que dar gracias a Dios en tantas fiestas patronales de nuestros pueblos por la fe en Jesucristo, hontanar inagotable de humanización de nuestro mundo. Nos sentimos dichosos por el legado recibido, y al tiempo convocados a custodiar el rico patrimonio de fe cristiana y de cultura que ha impregnado nuestra historia. Nuestra dedicación, la de los cristianos españoles, pienso, bien podría y debería caracterizarse, en los momentos que atravesamos y nos recuerdan nuestras fiestas patronales, por el esfuerzo en conciliar por una parte la fidelidad a esa rica herencia y por otra el ofrecimiento a nuestra sociedad de los valores que representamos y que invitamos a todos a compartir y vivir, en el respeto a las legítimas opciones que cada conciudadano toma o puede tomar libremente. Reconocemos que la dos veces milenaria historia cristiana de nuestro pueblo no está exenta de sombras y pecados. No se nos oculta que los mismos hombres y mujeres que portaron el anuncio de la fe y la transmitieron de generación en generación fueron muchas veces incoherentes o torpes, flaquezas que también experimentamos en el presente, como nosotros. Pero a pesar de las debilidades y pecados de los cristianos o, mejor aún, contando con ellas y a través de ellas, el Señor se ha mantenido fiel y sigue realizando su obra entre nosotros hasta el día de hoy.

Sin orgullos ni triunfalismos de ningún tipo, y sólo desde la fidelidad a la verdad de los hechos, para agradecerlos a Dios sin temor ni cicatería alguna, recordamos, además de los mártires, a tantos hombres y mujeres, santos, verdaderas cimas o cotas de alta humanidad, que a lo largo de los siglos han nacido o vivido en esta tierra nuestra, han amado profundamente a sus hombres y han gastado su vida por ellos, anunciando a Jesucristo, y ayudando a sus hermanos a vivir una vida más plena, a través del trabajo educativo o del ejercicio, tantas veces heroico, de la caridad y de la misericordia. Sus nombres están en la mente de todos.

Tampoco podemos olvidar obras de caridad o de cultura que, nacidas de la fe cristiana y del corazón de la Iglesia, han servido tanto y tan bien al pueblo hispano y hoy las miramos con sano «orgullo». Y luego está también ese número incalculable de hombres y mujeres que, animados por la fe cristiana, han vivido y viven una vida grande y plena de verdad y de amor en la familia y en el trabajo, en la vida de cada día. Ellos son los que han hecho posible ese pueblo resplandeciente de humanidad que nos encontramos hoy, a pesar de tantas y tan graves dificultades que atraviesa.

En esa muchedumbre innumerable de hombres y mujeres y en sus obras y creaciones de todo tipo, a lo largo de siglos, por su cristiandad, la Iglesia Católica ha prestado y, con la gracia de Dios y el auxilio materno de María, seguirá prestando grandes servicios a la sociedad, a España, al mundo, en campos muy diversos en los que se juegan la suerte del hombre y el reconocimiento de su dignidad. La Iglesia católica, fiel a la herencia de fe recibida, fiel a su Señor, el Hijo de Dios vivo humanado, no cejará ni cesará en su empeño por el hombre en los diversos campos en los que se apueste por el hombre; de los que no faltará, como de hecho está sucediendo, su presencia a través de sus miembros e instituciones en las labores educativas y asistenciales, cuyas necesidades se han visto tan fuertemente acentuadas por el crecimiento de los sectores de marginación, por el incremento de los nuevos pobres que las sociedades del desarrollo crean, y el gran número de emigrantes venidos de todas partes.

En ese inclinarse y volcarse en favor del hombre, como su Señor Jesús, que se ha inclinado y despojado de su rango a favor nuestro, la Iglesia en España fiel heredera de la Iglesia que la ha precedido, hondamente mariana, seguirá también ofreciendo el mejor de sus servicios, que es el anuncio de Jesucristo, que así ha engrandecido hasta lo inimaginable al hombre. A través de sus misioneros y misioneras, esta Iglesia que se rejuvenece cada día con nueva vitalidad en todos los rincones de nuestra geografía seguirá asimismo ofreciendo un admirable testimonio de servicio y de solidaridad con los pueblos más necesitados de ayuda y de promoción humana, como actualmente lo está haciendo por numerosas naciones y continentes.