José Luis Alvite

Fuego meado (I)

Fuego meado (I)
Fuego meado (I)larazon

Sería por culpa de la ambigüedad moral que te invade al cabo de tantos meses de insomnio, el caso es que aquellos fueron sin duda los momentos en los que estuve cerca de acertar con mi vieja idea de unir mi destino al de una mujer ambiciosa, atractiva y perversa en la que incluso fuese imperdonable la bondad, alguna de aquellas fulanas ambiciosas y desalmadas, maduras y desesperadas, aun hermosas, en cuya compañía siempre pensé que incluso la muerte podría parecerme un premio, y mi cadáver, el trofeo. Se llamaba R. y necesitaba unirse a un hombre que le ayudase a desplazar de su lado al tipo rudo y vulgar con el que llevaba quince años casada. «Bésame –me decía– y sentirás como un anticipo de la gloria el placer de escupir en la boca de mi marido». Acudí a su casa unas cuantas tardes aprovechando que aquel tipo trabajaba por horas acarreando equipajes en un hotel. Me gustaba correr el riesgo de que apareciese su marido y hubiese una trifulca. Sabía que me estaba engatusando y que aquella historia podría acabar muy mal, pero en el fragor de la lujuria, en la berrea de su cama con las patas desiguales, de repente me sentía redimido por el olor de la fruta que llegaba desde la cocina mientras en la boca de aquella mujer maduraban la saliva y las blasfemias y se apoderaba de mi conciencia el deseo de no parar, el ansia de insistir en el riesgo, como un atleta que si corre hacia la meta es por temor a que por la espalda te alcance de nuevo el fracaso. «Tienes que sacarme de aquí y ocultarme a tu lado en alguna parte», me pidió una de aquellas tardes. «Será lo mejor –insistió– antes de que mi marido sepa lo nuestro y pierda la cabeza». Me gustó que hablase de «lo nuestro». Sonaba cómplice, amoral y excitante, como si estuviese robando en sus bolsillos mi propio dinero...