César Vidal

Jerusalén, Jerusalén (y IV)

He estado conversando con el vicealcalde de Jerusalén. No sólo habla un español excelente sino que además se llama Pepe pronunciado casi, casi con acento de Madrid. Sostiene Pepe Alalu que la mejor solución para Jerusalén sería su partición, ya que permitiría zanjar el contencioso de Israel con los palestinos y abrir una puerta para que el municipio –donde ni el tercio árabe ni el tercio ultraortodoxo contribuyen a las cargas comunes– pudiera desarrollarse. Yo comprendo a Pepe, pero estoy en desacuerdo. Es sólo la negativa de las autoridades palestinas a que su gente se presente y vote en las elecciones la que les impide disfrutar de esa posibilidad existente en la ley israelí. Partir Jerusalén sería una terrible desgracia. De entrada, no hay manera de saber a qué poder palestino – ahora mismo hay dos y uno de ellos, el de Gaza, está en manos de la terrorista Hamas – debería entregarse la ciudad. Por añadidura, semejante acto llevaría a no pocos palestinos a seguir soñando sobre cómo seguir cercenando pedazos de Israel. Finalmente, sería el final de la libertad de culto. Cualquiera que conozca Jerusalén sabe que el frágil equilibrio religioso se mantiene gracias a Israel, que decidió mantener el statu quo establecido por Gran Bretaña tras la Primera Guerra Mundial. Esa garantía es la que permite que los árabes hayan impuesto a sus gentes en distintos lugares de culto cristianos, pero no los asalten ni profanen o que en las mismas calles convivan sin violencia judíos, cristianos y musulmanes de las más diversas sensibilidades. Católicos y protestantes, armenios y ortodoxos, jasidim y judíos seculares, suníes y chíies respetan los lugares de culto simplemente porque así lo garantizan la ley y el orden israelíes. Hay una excepción. Hace años, cualquier turista podía acceder a la explanada del templo y visitar libremente la mezquita de Al-Aksa y el Domo de la Roca. Semejante posibilidad desapareció cuando los árabes asumieron un mayor control en esa zona de Jerusalén. Cualquier turista despistado que pretende llegar al lugar no tarda en encontrarse con alguien que le pregunta si es musulmán y, de no serlo, le impide acceder al enclave, una circunstancia que no se da en el Muro de las Lamentaciones o en la iglesia del Santo Sepulcro. No, no cabe engañarse. El futuro de Jerusalén pasa porque siga siendo una ciudad unida y reconocida internacionalmente como capital del Estado de Israel. No para beneficio de los sionistas, sino de todos los que aman la libertad.