Martín Prieto

La ley de Lynch

La Razón
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El independentista virginiano Charles Lynch, agricultor, coronel de milicias y juez, ejecutó sin juicio a leales británicos, y aunque nominó el método, antes y después de lo suyo el linchamiento fue moneda corriente en sociedades y territorios sin otra ley que la venganza, tal como en aquel Oeste sin agregar a Estados Unidos donde el abigeato de los cuatreros que te dejaban sin caballo o ganado era penado por la plebe con el ahorcamiento inmediato. Abolida la pena capital la hemos sustituido por linchamientos populares de ciudadanos sin sentencia, y en ocasiones ni enjuiciados, atropellando impunemente derechos al honor y la propia imagen en un choque de trenes con la libertad de expresión que se extiende hasta el escrache, importado por Ada Colau del territorio peronista. El «asesinato civil». A que esta barbarie haya arraigado en España contribuye la esclerosis múltiple de nuestra administración de Justicia. San Agustín de Hipona, que sustituyó el maniqueísmo por una fe racionalista, y que fue juez, sentenció que una Justicia lenta era intrínsecamente injusta. Aquí hay tribunales que no abren juicio oral porque se han muerto los acusados, los demandantes, los fiscales y los abogados. Ni con la agilización sumarial del Gobierno se evitan procesos de ocho años, y más, tiempo de destrucción personal para indagados que de resultar inocentes quedan socialmente marcados como reses. En España la presunción de inocencia no existe, o se usa como adorno de una cínica y vana cortesía, y hasta el «in dubio pro reo» es latinajo obviado por traficantes de la información, especialmente por televisoras que creen que el espacio radioeléctrico es suyo, al tiempo que consolidan el periodismo-show, fuertemente guionizado y teatralizado con imperativa sobreactuación. Mientras, los secretos sumariales se subastan a la puerta de los juzgados, completos o al menudeo, sin que nadie pene ese delito. Odio, resentimiento social, ignorancia, el liderazgo del fracaso escolar, mala fe, aforamientos desaforados y la tradicional mala leche nacional suman, como en el umbral del infierno de Dante, el «lasciatte tutta speranza». Aun así hay quien se rasga la camisa clamando por su confianza en la Justicia que, como la RENFE, es un servicio público que o funciona o no pero no ha de ser paletamente sacralizado. De las míseras reyertas funerarias ante el cadáver caliente de Rita Barberá, solo el recuerdo de los medievales versos de John Donne: «No preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti...».