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Luis Alejandre

Lección en Múnich

La Razón La Razón

Con nuestra constatada poca preo-cupación por los temas de seguridad, poca atención ha merecido la recién terminada Conferencia de Seguridad celebrada en Múnich durante el pasado fin de semana. Tan solo mereció cierta atención aquel anuncio inicial de los representantes de Estados Unidos y Rusia referido a un posible alto el fuego en Siria. No dejó de ser una atractiva noticia más fundada en deseos que en realidades. Sabían los anunciantes que todos queremos esta paz, pero la dura realidad va por otros caminos. No obstante, quizás fue un primer paso deseable que pronto en Ginebra, a finales de este mes, debería convertirse en posible.

Los organizadores del evento que reúne desde hace más de cincuenta años a la élite mundial de responsables de seguridad en el hotel Bayerischer Holf de la capital bávara fueron valientes al diseñar el tema de este año: «Crisis sin límites; destrucción sin escrúpulos; protectores de-samparados».

No se podría resumir mejor la situación mundial en ocho palabras. Y el lector lo comprenderá perfectamente cuando ya somos incapaces de reconocer la frontera entre Siria e Irak, de delimitar los espacios políticos y territoriales kurdos, de cómo se extiende o comprime la mancha califal del Daesh, como tampoco conocemos el mecanismo de las fronteras Schenguen que un día abrió gozosa la Unión Europea. Para destrucción basta ver fotografías de la ciudad de Alepo –la Halap siria– o los restos del Patrimonio de la Humanidad de Palmyra. Por último, basta leer el último informe de Médicos sin Fronteras para conocer el estado de sus hospitales en Siria o Afganistán. ¡No respetamos ni la Cruz ni la Media Luna Rojas! Ya no distinguimos a los combatientes de la población civil. ¡Hemos roto los Convenios de Ginebra y de La Haya! ¡Hemos prostituido los más elementales conceptos de humanidad!

Múnich, que inició sus conferencias en tiempos de la Guerra Fría, considerada hoy el «Davos de la seguridad», tiene aspectos positivos a subrayar porque ofrece espacios para que partes enfrentadas puedan mantener conversaciones informales, algo que el mundo necesita hoy imperiosamente. Es la llamada diplomacia silenciosa, que en este caso permitió, por ejemplo, contactos informales entre representantes de Irán y de Arabia Saudí, oficialmente enemigos declarados. Por esto, respondieron este año a la cita 30 jefes de Estado o de Gobierno, 70 ministros de Defensa o de Exteriores y cinco jefes de Servicios de Inteligencia. Javier Solana conoce bien desde hace años el funcionamiento de la Conferencia. Fuerte desembarco de Rusia –Mednevev, su jefe de Gobierno, y Sergei Lavrov, su ministro de Asuntos Exteriores–, de Estados Unidos –secretario de Estado, Kerry– y de la OTAN, acusada como siempre por Rusia de reabrir la Guerra Fría, de intentar debilitarla, de no reconocerla y considerarla gran potencia. Por supuesto, en esta edición la situación en Oriente Medio dejó en segundo lugar la crisis de Ucrania, aún no totalmente sellada.

Pero Múnich ofrece otro aspecto, en mi opinión más que interesante. Cada participante asume la regla de Chatham House, la veterana institución inglesa ubicada en el Royal Institute of International Affairs de Londres, con más de ochenta años de experiencia, que obliga a «mantener el anonimato de las intervenciones ante el gran público, lo que debe permitir discusiones libres incluso en temas duros y que no son políticamente correctos». La norma promueve entonces la claridad, la franqueza, la discusión, siempre respetando el carácter secreto de las deliberaciones. Las Chatham House Rules prevén sanciones contra quienes rompan la regla. De ahí que de Múnich no salga un comunicado final ni se presenten conclusiones, algo a lo que sí se ve obligado a hacer, por ejemplo, el G-7.

Intento como siempre extrapolar no sólo la preocupación por nuestra vital seguridad, sino lecciones para nuestra vida ordinaria, porque el modelo puede extenderse a muchas actividades políticas, sociales o económicas. No estaría mal aplicarlo muchas veces a nuestro día a día político, muy especialmente en el interior de nuestros partidos. Porque en resumen la regla invita a que cada miembro diga lo que realmente piensa y no piense lo que debe decir a fin de ser políticamente correcto o simplemente acorde –no me atrevo a decir sumiso– con las decisiones y mandatos de sus jefes de filas. ¡Muchos casos de corrupción hubiéramos evitado!

Para una sociedad como la nuestra más dada a la acusación y a tirar la piedra escondiendo la mano antes que al enfrentamiento cara a cara y a la discusión respetuosa y abierta, la aportación británica no deja de ser una lección positiva para todos.

Porque la seguridad, aunque nos cueste creerlo, es cosa de todos. Repito: de todos.

¿Cree realmente el lector que entre los que atraviesan con lo puesto el Egeo en pateras huyendo de la falta de seguridad de Siria se distinguen las banderas nacionalistas o los votantes de derechas de los de izquierdas?