Historia

¿Más centralismo?

Hace un par de semanas el Instituto Elcano difundió los resultados de su último barómetro de opinión, según los cuales el centralismo progresa en España, de manera que si en 2015 no llegaban a la décima parte de la población los partidarios de la centralización frente a la autonomía, en el momento actual la proporción correspondiente se ha más que duplicado. Algunos sondeos sobre esta materia señalan, incluso, cifras por encima del 30 por ciento que han ido creciendo en muy poco tiempo, coincidiendo con la escalada de deslealtad del nacionalismo catalán que condujo a la declaración de independencia. El barómetro Elcano va más allá, pues señala que esa progresión del centralismo interno ha sido paralela a otra similar que apoya –en este caso mayoritariamente hasta llegar al 70 por ciento– el que podríamos llamar «centralismo europeo»; o sea, el de los partidarios de cederle más competencias a la Unión Europea para debilitar a los estados nacionales y, en nuestro caso, a las comunidades autónomas.

La verdad es que, viendo lo que todos los días nos llega desde Cataluña, estos movimientos de fondo en la opinión pública no me parecen nada sorprendentes. Y eso que yo soy un pragmático partidario de la descentralización, aunque sólo por razones políticas. Me explico: España es una nación que se ha formado a lo largo de siglos en contra de una geografía que, por su endiablado relieve, fragmentaba y aislaba a sus unidades territoriales. Ahí está el origen de la idiosincrasia de los poderes locales, a pesar de las fuerzas culturales y religiosas que conducían a la unidad bajo la monarquía. En esa tradición, magnificada por la experiencia imperial, fueron las oligarquías locales las que aseguraban la unidad con la Corona, a la vez que ésta hacía valer su poder cuando surgía cualquier tipo de rebelión contra ella. Es esta tensión entre el poder local y el central la que, en nuestros días, encuentra su solución política dentro del sistema autonómico. Sin embargo, la autonomía no asegura el progreso material de la sociedad ni la igualdad económica entre los ciudadanos. Los estudios disponibles muestran que de la autonomía no se deriva ningún dividendo económico, a pesar de las rimbombantes declaraciones de los políticos que hacen su carrera en el ámbito regional.

Para que este sistema funcione se requiere, sobre todo, lealtad institucional. O sea, lo que se ha roto en Cataluña y que es preciso restaurar lo antes posible si no queremos derivar hacia una situación ingobernable. Para ello, necesitamos un cambio en las actitudes nacionalistas, pero también en el ejercicio del poder del Estado. Éste, por depender muchas veces de un puñado de votos regionales, ha hecho frecuentemente dejación de sus competencias para hacer valer la legislación básica o para eludir la invasión de sus atribuciones exclusivas –cosa que, por cierto, ha sido muchas veces incomprensiblemente avalada por el Tribunal Constitucional–. Nuestros gobernantes han hablado con demasiada suavidad a los nacionalistas y ha llegado la hora de que dejen de hacerlo.