Pedro Narváez

Para qué vale una república

Faltó la mujer barbuda de Eurovisión, pero en su lugar se hizo hueco el verbo sin depilar de la diputada Chamosa, con ese «que se jubile» que pasa a la historia en el anecdotario idiota de un día sensato. Las crónicas reflejarán que la prima de riesgo se debatía en los 116 puntos básicos en esa mañana de bochorno y que la compraventa de vivienda había aumentado en un 48 por ciento. Claro que eso ya no es importante, los payasos quieren hacerlo pasar como la actuación circense del Ejecutivo porque, como todo el mundo sabe, el pueblo, un ente que hace contorsionismo para llegar a fin de mes, sólo piensa en el pase de modelo de Estado de la pasarela de San Jerónimo. El funámbulo republicano o tocapelotas no distingue entre lo urgente y lo importante. Lo urgente es la felicidad y que no se hable sobre los comedores infantiles, señal de que no pasan hambre, pero nos venden que el presidente de una República nos llevará a las nubes, a qué huelen las nubes, cuando el cielo puede esperar. El histrión de Cayo Lara y su corte de bufones, unos hombres a una pancarta pegados, cumplen con el guión como en esas comedias de risas enlatadas que provocan una tristeza rumiante e igualitaria porque a todos nos mata. Es posible que el debate se haya cerrado en falso, como casi todo en la historia de España, acostumbrada a sobrevivir entre los cafres y los cadáveres exquisitos, y habrá de volver tras un río que no desemboca. Como en «El Señor de los Anillos», el tesoro es la Corona y esa izquierda de callo pelea por ver quién la coloca en su testa. Luego dirán que el Rey va desnudo mientras ellos se visten con el oropel dialéctico de la nada. La República a la que añoran no se avergonzaba de España ni de sus héroes. El camarada Alberti reivindicaba al Cid, pero éstos no pasan de ser celestinas en los pasillos del Congreso donde anidan todos sus privilegios, entre los que no se cuenta la cultura.