Pedro Narváez

Velázquez es un huevo frito

La Razón
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Los cocineros se arremangan en Madrid Fusión como si una epidemia zombie nos impidiera comer al día siguiente algo más que carne humana. Hace tiempo que el fin de la comida no es alimentar sino provocar emociones, eso que en la moda llamaba Chanel con desdén la poesía costurera en la época en que los modistas explicaban un traje de cóctel en un cursi ensayo. ¡Pero si es un vestido! ¡Tenía que ser bello y sentar bien no hacer ripios en la rive gauche!

Confieso que he quedado fascinado en alguna mesa en la que lo de menos era llenar el buche. Eso que llaman experiencia extrasensorial. Y también decepcionado por impostores que plantaron una dorada en tempura en Cádiz, el templo del pescaíto frito. Váyanse a tomar el pelo a la meseta. A la gastronomía le empieza a ocurrir lo que a cierto arte: llegará un momento en que el público no entenderá el lenguaje y por más que abra la boca se le derretirá la nada en la lengua. Incluso los grandes defensores de la vanguardia culinaria empiezan a escabullirse de, parafraseando a Chanel, la poesía garbancera, y cambian un Pollock de Adriá por unos huevos fritos de Velázquez.

Si la comida es emoción, la magdalena y esas evocaciones de Ratatouille, cuanto más digiera el marketing más lejos se coloca del estómago, nuestro otro corazón donde se guarda el arroz con leche de la abuela, el potaje de mamá y para algunos hasta el pollo al curry de Carmena que anduvo por Madrid Fusión como si ella misma fuera una entrañable receta. Por eso rebuzno un cierto hartazgo por el desesperado ímpetu en conseguir cada día un nuevo invento que nos haga salivar como los monos cuando avistaron el monolito de Kubrick.

Picasso no nace cada temporada por más que se empeñe David Muñoz y sus colegas. Picasso es un parto con dolor. Gafas de pasta se acercan al plato como lo harían esos comisarios de exposiciones que en la Bienal de Venecia, ay qué tiempos, te dejan en ridículo porque no has pasado de Rothko. ¿Y la transvanguardia? Como no queremos comernos a Beuys estamos destinados a llevar babero, castigados a la pira donde arden los incultos con causa. Y así, lo que fue un gran mérito de esta civilización apocalíptica, elevar la cocina al canon de la cultura, queda ya como una caricatura del espectáculo ante la que uno desea volver al puchero y al bocata de jamón, cansado ya de tanto numerito «mainstream».

No todo es comestible, sobre todo la palabrería y la arrogancia. La cocina está tan alta que puede quemar a los que no llegan incluso de puntillas, como el que esto suscribe, más allá del nivel de la mesa. Si las tendencias pasan y el estilo permanece, de seguir así no tendremos más remedio que refugiarnos en los clásicos, que es regurgitar los modos para vomitar las modas. Vuelven la combinaciones mar y tierra, tan en boga en los ochenta, las mismas que un tiempo estuvieron denostadas. Tanto crecer para añorar el bocadillo de Nocilla.