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Opinión

Cómo someter a una mujer en 2025

Me repugna esa sumisión disfrazada de cultura, esa coacción envuelta en espiritualidad de saldo

Lo siento, pero no puedo respetar culturas que disponen, promueven o esperan una conducta distinta para ambos sexos, especialmente a las que cubren a sus mujeres, que deben hablar poco, taparse mucho y obedecer siempre. Las veo en las calles, las rebaso en las escaleras del metro o me siento a su lado en el autobús y tengo ganas locas de zafarles, con ternura, el pañuelo.

Si yo gobernara el mundo, prohibiría el burka y todas sus miserables versiones (incluyendo los velitos descafeinados). Y si no, lo otro: que se tapen ellos también. Que los hombres vayan envueltos en sábanas negras, con un agujerito para los ojos, a ver si así desarrollan alguna empatía y nos saltamos todos las ropas veraniegas, las lorzas y los pelos. Un poco de decoro estético nos haría bien a todos.

Fui a visitar una mezquita (vestido largo azul marino) y me hicieron cubrir de arriba a abajo con sus aparejos discriminatorios mientras los tíos iban en pantalón corto. Estuve con eso puesto diez minutos. Yo me lo pasé bien, porque siempre me lo paso bien si las cosas no se ponen muy feas... Pero ese sexismo atropellante, ni cultura ni religión. Y esas mujeres, apagadas, disociadas, desconfiadas... no me extraña. La cualidad de mujer divertida es un nivel de evolución histórica y social. Las sociedades avanzadas se miden por sus parques, carriles bici, bibliotecas por habitante y, en mi opinión, por la sonrisa libre de sus mujeres.

Me repugna esa sumisión disfrazada de cultura, esa coacción envuelta en espiritualidad de saldo. Que lo defiendan algunas feministas blancas desde París o Madrid no lo hace menos misógino. Lo hace más cínico.

En Alcorcón, la Policía Nacional ha detenido a dos hermanas españolas de familia musulmana por crear una “academia de la yihad”. Bajo la apariencia de clases de islam, difundían contenido extremista a otras mujeres, compartían material violento y justificaban el martirio. No es Teherán. Es Madrid. Y mientras esto ocurre en nuestro patio trasero...

La modelo Mis Somalia ha relatado con detalle en un vídeo terrorífico que le mutilaron el clítoris a los ocho años. Que su madre le sostuvo las piernas. Que otra señora loca, con cuchilla, completó el rito. No es una excepción, es una costumbre. Un mandato de género pasado por sangre. Más de 200 millones de niñas en el mundo lo han sufrido.

Ayer, México celebró por primera vez elecciones judiciales por voto popular: jueces, magistrados y ministros elegidos en las urnas. Un hito democrático, sí. ¿Un cambio real? Varias organizaciones feministas han advertido que el proceso no incluyó filtros para impedir que agresores, deudores alimentarios o perfiles con antecedentes de violencia de género se colaran en las candidaturas. La abogada mexicana Ana Katiria Suárez Castro, penalista y defensora de derechos humanos, lleva años denunciando que la justicia mexicana es machista, arbitraria y corrupta. Su exilio en España no es una metáfora. Es lo único que le garantiza seguir viva. Ha sido amenazada, perseguida, difamada por defender a mujeres y niñas víctimas de violencia. Uno de sus casos más emblemáticos fue el de Yakiri Rubio, una joven violada y torturada que acabó en prisión por defenderse. Suárez logró su liberación y contó esa historia en el libro En legítima defensa, publicado por Penguin Random House.

Según Suárez, en México no hay justicia con perspectiva de género, sino un sistema invertido: se protege al agresor si tiene poder, se castiga a la víctima si molesta. El 97% de los feminicidios siguen impunes. Y el 3% restante atraviesa un infierno judicial diseñado para agotarlas.

A escala global, la violencia contra las mujeres adopta múltiples formas, pero comparte un mismo código: la impunidad. En Afganistán, han sido borradas de la vida pública. En India, se documentan agresiones sexuales en grupo toleradas por comunidades enteras. En Sudán del Sur y la República Democrática del Congo, la violación sigue siendo un arma de guerra. En Irán, una mujer puede ser ejecutada por quitarse el velo. En Egipto y Malí, la mutilación genital es una fiesta. En Brasil y Honduras, miles de mujeres son asesinadas cada año. Cada país tiene su estilo. El mensaje es el mismo.

Y en Europa, algunas mujeres confunden su baldosa limpia con el mundo entero. Desde sus pisos con parquet, sus novios que ponen el lavaplatos y sus brunches con feminismo de repostería, afirman que el machismo ya pasó. ¿Cómo explicarlo? El privilegio no se nota cuando lo llevas puesto. El espejismo de igualdad urbana no borra la geografía del sometimiento.

Sí, también hay violencia contra los hombres. Pero la violencia estructural, ritualizada, simbólica y legal contra las mujeres no es espontánea. Es una arquitectura. Tiene historia, método, permisos y coartadas.