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El ambigú

La corrupción y fragilidad en democracia

El verdadero peligro comienza cuando la corrupción no se combate, sino que se disimula

Cuando Oscar Wilde escribió «El retrato de Dorian Gray», ofreció una poderosa alegoría sobre la corrupción moral oculta bajo el barniz de la respetabilidad. Dorian, joven eternamente bello, conserva su apariencia mientras un retrato escondido en el desván recoge las huellas de sus actos más oscuros. La historia es una advertencia: cuando se oculta la podredumbre tras una máscara de virtud, el alma se descompone. Y, en política, esa descomposición no solo afecta al individuo, sino que puede llegar a corroer las bases mismas del sistema democrático. En los últimos tiempos el discurso político se ha contaminado con el término fango y no como diagnóstico sino como coartada, con un claro ánimo de enturbiar, y convertir el espacio público en un lodazal. Su uso no evoca el nostálgico recuerdo de una magdalena, como en Proust, sino un hedor rancio, un perfume inconfundible de inmoralidad, ocultación y corrupción.

La corrupción surge cuando las leyes pierden fuerza y el poder se ejerce sin virtud. No es solo un fenómeno delictivo: es una patología del poder que, cuando no se afronta con transparencia y firmeza, degenera en impunidad. Pero el verdadero peligro comienza cuando la corrupción no se combate, sino que se disimula: cuando se inicia el encubrimiento, cuando se redactan leyes ad hoc para proteger a los propios, cuando se desacredita a los jueces por hacer su trabajo, cuando se vilipendia a los medios según el sentido de sus informaciones, y, en definitiva, cuando se utiliza el poder no para fortalecer el sistema, sino para debilitarlo.

Albert Camus, que conoció de cerca los efectos del fanatismo y la descomposición moral, escribió: «Un país vale lo que vale su prensa libre y su justicia independiente». Cada vez que se erosiona uno de estos pilares, la democracia retrocede. La impudicia política –esa desvergüenza sin límites que hace de la mentira una herramienta y de la soberbia una estrategia– es incompatible con la ética pública. El verdadero demócrata distingue entre su ideal de lo bueno y la concepción colectiva de lo correcto; cree en el diálogo, en la negociación, en la posibilidad de llegar a acuerdos con quienes piensan diferente sin renunciar a sus principios. No necesita la mentira ni la coacción para defender sus ideas. Como recordaba Isaiah Berlin, «la libertad no consiste en imponer mi visión del bien, sino en crear el espacio para que muchos puedan perseguir la suya».

La democracia no se construye con consignas ni se defiende con descalificaciones. Se edifica día a día con respeto, con instituciones sólidas, con una ciudadanía crítica y con dirigentes conscientes de que el poder es un servicio, no un privilegio. Recomiendo la lectura de una obra de Robert Penn Warren «Todos los hombres del rey»; es una novela de 1946 que narra la historia del gobernador populista Willie Stark y sus maquinaciones políticas en el Sur profundo de la era de la Gran Depresión, una novela sobre un político carismático que empieza con ideales nobles, pero acaba cayendo en el cinismo y la corrupción, arrastrando a su entorno en una red de lealtades, chantajes y favores. Refleja muy bien cómo el poder transforma y cómo los escándalos se gestionan no con transparencia, sino con cálculo político; nos previene sobre la construcción de narrativas para justificar lo injustificable. Y a pesar de todo, hay esperanza; como escribió Antonio Machado: «Aunque el vil egoísmo, que todo lo insulta, se ensaña con ella, la verdad sigue en pie». Y mientras la verdad exista, habrá quienes la busquen, la defiendan y la conviertan en cimiento de una democracia más justa, más limpia y digna. En democracia, la claridad no es un lujo: es una necesidad.