
«De Bellum luce»
El coste silencioso del sanchismo
Gobernar a lomos de escándalos no es ya un problema de la ética del poder, sino que amplía a niveles descomunales la desafección con las instituciones
Cada nuevo auto, cada nueva información sobre los escándalos que tocan al Gobierno, desde contrataciones irregulares hasta investigaciones judiciales que alcanzan al círculo personal del presidente, erosionan gravemente la confianza en las instituciones y tensionan la percepción ciudadana sobre la política. La ausencia de dimisiones, los largos procesos judiciales y la defensa cerrada del Gobierno solo contribuyen a generar una sensación de impunidad que debilita cada vez más la credibilidad del sistema.
El Gobierno que llegó para propiciar una regeneración democrática, que, sin duda, de ser cierta era necesaria después de la etapa de Bárcenas, Gürtel y demás escándalos de corrupción, ha optado por enrocarse en una reacción defensiva, incoherente, que nos toma por idiotas al atribuir las investigaciones a campañas mediáticas o maniobras de la oposición.
Esta estrategia no es inocua ya que acentúa la polarización y aleja el debate público de los problemas reales de los españoles. Añadamos a esto la utilización de la Fiscalía General del Estado y de otros organismos institucionales como escudos contra las investigaciones, o para sobrevivir en el poder, y el resultado no puede ser más desalentador para la democracia.
La legitimidad política no es solo una cuestión de votos en el Parlamento, es también una cuestión de principios porque gobernar a lomos de escándalos no es ya un problema de la ética del poder, sino que amplía a niveles descomunales la desafección con las instituciones, más allá de quién las representa, y engorda cada vez más los discursos populistas. Además, cada escándalo desvía recursos, retrasa decisiones y fragmenta la agenda política. La ciudadanía quiere soluciones para problemas urgentes, como el de la vivienda, la sanidad o el empleo juvenil, pero el foco no hace más que desplazarse hacia el fango de los tribunales o de la competición de las comisiones parlamentarias de investigación.
El tiempo dirá cómo este desgaste se traduce en las urnas. Pero si no queremos confundir lo urgente con lo importante, esto puede que sea lo de menos llegados a este punto. Porque nadie nos salva ya de la herida profunda que queda de esta etapa de normalización del escándalo, de banalización de los principios y de resignación ante un sistema que parece que premia la opacidad y castiga la rendición de cuentas.
En España, diversos estudios del CIS y del Eurobarómetro, muestran un fenómeno paradójico: el ciudadano identifica la corrupción como uno de los principales problemas del país, pero no penaliza proporcionalmente en las urnas a los partidos implicados.
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